En 2017, cuando empezaba a destaparse el escándalo alrededor del productor Harvey Weinstein, Nina Menkes publicó The Visual Languages of Oppresion, un artículo en el que proponía que en los códigos del lenguaje cinematográfico operaba, también, una cultura machista en la que la mujer resultaba sometida en las imágenes a través de la puesta en escena. Se había convertido en la forma natural de hacer cine. Incluso las cineastas más jóvenes repetían esos patrones, sin darse cuenta, tras haber estudiado las películas más importantes. Esa narrativa cinematográfica venía a condicionar la mirada que el espectador tendría sobre la figura de la mujer en su vida cotidiana.
Algo parecido ocurre en Antebellum, solo que aquí la mirada se centra en la comunidad negra y en cómo el trabajo con la puesta en escena a lo largo de este largo siglo de historia del cine también ha condicionado la forma de tratar (y representar) cuestiones raciales. Todo empieza con el largo travelling de apertura, que propone apariciones en un orden jerárquico: primero la enorme hacienda de los dueños blancos, más tarde los soldados de la guerra civil que está teniendo lugar (por las imágenes todo apunta a que nos situamos en la década de 1860), y en última instancia, los negros esclavos que trabajan en la hacienda. Unos negros que están siendo castigados mientras una música enfática se apodera del ritmo de las imágenes, en un contexto estético que tiene más que ver con el mundo publicitario que con el arte cinematográfico.
Y ahí es, precisamente, donde se filtra el trabajo de Gerard Bush y Christopher Renz: un intento por bucear en los códigos que han construido nuestras formas de representación en este tiempo. Se diría que, en muchos momentos, su trabajo tiene más que ver con un anuncio de televisión que con una verdadera gramática para el cine, quizás porque para hablar de esta cuestión es importante empezar desde la más superficial de las capas, en apariencia inofensiva. Por ello se trata de una película que nace como puesta en escena de dos grandes crisis: una, la cruzada de desintegrar esa mencionada representación de toda una raza en el mundo de las imágenes y la otra, la de proponer primeros pasos hacia un nuevo modo de representación (aquí habría que poner en duda, por enésima vez, la práctica de ese cine que se limita a la denuncia y no propone primeros pasos hacia posibles soluciones) y, en última instancia un nuevo comienzo, una nueva forma de pensar las imágenes sugerida aquí a través de ese personaje que lo sume todo en las llamas. Imágenes desesperadas que tienen lugar en una época en la que pareciera que el propio cine se ha olvidado de las personas.
Antebellum va más allá de este apunte estético y político para plantear también dos interesantes cuestiones: la primera es de naturaleza narrativa y tiene que ver con el abismal y repentino salto temporal al siglo XXI que propone su relato. ¿Cuándo volverá atrás, a la historia del siglo XIX que se estaba narrando y cuál será el plano elegido para proponer esa transición de vuelta? Los autores juegan con esa expectativa, frustrando las convenciones del flashback y poniendo también en crisis esos modelos: la protagonista despierta y el plano la muestra boca abajo, como si sufriera alguna tortura. ¿Hemos vuelto a la esclavitud del siglo XIX, o solo está haciendo yoga en la época presente? Hay una sugerente tensión en la película que se genera a través de este juego, para recordarnos que la película es un auténtico caballo de Troya concebido para combatir una hegemonía narrativa que ha mostrado todos sus pecados a lo largo del tiempo.
El otro gran tema, quizá el más controvertido, es el de poner en juego la libertad del presente como una suerte de privilegio: las protagonistas salen de fiesta, bromean con su taxista, toman el pelo a su camarero y, en fin, viven su encuentro con alegría y despreocupación. La película lleva esa despreocupación al extremo y trata de confrontar lo que los personajes hacen con esas libertades adquiridas en el presente frente a los abusos a los que se vieron sometidos apenas un siglo antes. ¿Hemos superado ya aquellas barreras? ¿Qué sentimos al contrastar ambas sociedades en apenas unas secuencias de separación? No es sencillo hablar de estos temas pero Antebellum lo afronta con la energía de quien siente que poner esa cuestión sobre la mesa es importante.
De modo que el filme podría tomarse como una película-manifiesto por las cuestiones estéticas e ideológicas que plantea, sin temer por esa forma evidente y enérgica de hacerlo. Algo así como embellecer la necesidad de filmar a la desesperada. Antebellum habla de la necesidad de revisar ciertos temas en una época en la que todo lo que causa dolor se ha convertido en un tabú. Cuando finalmente un personaje atraviesa a caballo el campo de batalla la imagen parece la condensación definitiva de esa necesidad de hacerse visible, del deseo de hablar de lo invisible, de la importancia de seguir poniendo todo en duda, de manifestarse y de seguir luchando pase lo que pase.