Cuando Mildred Hayes (Frances McDormand) es interrogada en comisaría por el jefe de policía William Willoughby (Woody Harrelson), interrumpe sin querer el final del discurso de este último. El solapamiento del diálogo causa una inevitable sonrisa en la actriz, que apenas puede percibirse porque el plano está centrado sobre el otro personaje. En el contraplano, que sí se centra en ella, la sonrisa ha desaparecido y Mildred vuelve a repetir aquella réplica con la que había pisado el diálogo de su compañero. Se trata de un detalle diminuto pero trascendental con el que desentrañar la naturaleza de esta película: no hay espacio para la espontaneidad o lo inesperado, sacrificados por una especie de actitud reverencial hacia lo escrito.
Esta ausencia de naturalidad tiene su reflejo en aquella secuencia en la que Mildred, poco después, se encuentra con un ciervo y mantiene un diálogo íntimo con él. Al igual que en Julieta (Pedro Almodóvar, 2016), el ciervo no está realmente allí. Es una recreación digital, sólo que mientras en Julieta la idea partía del deseo de convertir aquel flashback del que formaba parte en algo aún más irreal, onírico e inexacto, este filme introduce la figura digital del animal para hablar de la poética belleza que se esconde en la vida real… Dos breves instantes, el del diálogo interrumpido y el del ciervo digital, que ponen en tela de juicio la identidad de la película.
Pero sería injusto tratar de definir Tres anuncios en las afueras a partir de dos simples pinceladas que quien suscribe consideró, de repente, de vital importancia. Sería más preciso encontrar qué tipo de película es la obra de Martin McDonagh partiendo de la secuencia que presenta esos tres carteles que dan nombre al relato y la manera en la que lo hace. Otro agente de policía atraviesa la carretera y ve a los trabajadores colocando el último de los carteles, que tiene escrito el nombre de su jefe, el citado William Willoughby, lo que le indigna profundamente. Acto seguido arranca su coche y continúa hacia el segundo cartel, que continúa la frase del tríptico. La secuencia no continúa hasta llegar al primer cartel, sino que se corta con una llamada de teléfono con la que poder regresar después al escenario y mostrar, finalmente, al agente contemplando el primero de los anuncios.
Escritura canónica, gramática infalible. Pareciera que Tres anuncios en las afueras presenta los hechos de manera ejemplar, sólo que en realidad la planificación de su diseño insiste en la brillantez de esa gramática de la misma manera que ocurría en The Wire cuando, en una escena escrita con una simple docena de fucks, los creadores trataban de llamar la atención sobre lo inteligente que se estaba siendo al narrar la secuencia sin diálogos. Quizás sea un dato significativo tener que acudir a una serie de televisión para encontrar similitudes estilísticas, pero lo relevante no es tanto esa simplificación de la complejidad narrativa como la manera de arrasar con toda ambigüedad posible: la pretendida inteligencia con la que se propone un final abierto queda totalmente anulada en el momento en que, a mitad del filme, un personaje hasta entonces inédito se presenta ante la protagonista para terminar dejando clara su culpabilidad.
Una falta de sutileza que va a lastrar las propias buenas intenciones del relato: tratando de señalar la soledad absoluta de la protagonista, la película propone una lamentable galería de personajes femeninos que va a perjudicar el posicionamiento del propio filme en lugar de cumplir su función descriptiva. Todo esto sucede en el corazón del relato mientras en la superficie todo transcurre de esa manera ejemplar ya citada, con el disfraz de prodigio narrativo pero muy consciente, en el fondo, de la total ausencia de desafíos que propone. Aunque nunca se sirve de la gramática cinematográfica más allá de lo funcional, en Tres anuncios en las afueras aparece de repente un plano-secuencia que, sin motivo alguno para su uso, muestra a un agente de policía lanzando a otro personaje por la ventana. Se trata del recurso definitivo que revela la peligrosa autoconciencia del caballo ganador, el gesto técnico que intenta enmascarar su auténtica naturaleza cuando ya es demasiado tarde.