Podría tratarse con facilidad de un crudo retrato de muerte y desesperanza pero, en realidad, Los demás días es una película luminosa. Lo que empieza como un acercamiento a la figura de un médico, responsable de una unidad de cuidados paliativos a domicilio, termina con un profundo viaje al interior de lo humano a través de todos los rostros que conforman una jornada de trabajo, desde cada uno de los pacientes hasta los propios compañeros de profesión.
Los demás días parte de lo sencillo, una operación de seguimiento que parece limitarse a observar la intervención del médico y a escuchar las conversaciones que tienen lugar entre él y los pacientes. Pero son las decisiones de la película, y no la simple belleza de las palabras de aliento, lo que la convierten en un ejercicio documental de gran valor: al igual que los médicos la película acompaña, no impone. Evita todo sentimentalismo gratuito y trata las lágrimas de los pacientes como momentos integrados en el devenir de su discurso, y no como un momento trágico que subrayar. Pasa de largo ante los funerales, los despacha en apenas unos segundos porque desde el primer minuto se plantea ser una película sobre la capacidad de afrontar y avanzar, y no sobre el drama.
La insistencia por dejar claro que no se puede entender la intervención en términos de éxito o fracaso en función de la supervivencia del paciente, acomoda al documental para la llegada de un estado de ánimo en el que comienzan a adquirir un valor diferente las pequeñas cosas, los gestos de las jóvenes médicas que acompañan desde la complicidad y no desde la compasión. Es por ello que, en cierto modo, el documental trata de mostrar la misma actitud como pieza cinematográfica que aquellos a quienes filma.
Tal vez el gran valor de Los demás días sea el de revelar la naturalidad de muchos elementos que rodean la idea del fallecimiento: su valor para enfrentar el tema sin tabúes, la displicencia con la que le quita gravedad al hecho de la muerte y le insufla valor a la vida, la manera en la que muestra las relaciones entre los miembros del equipo médico, la forma con la que esquiva los dramas personales de cada paciente y los separa de su enfermedad o, en fin, la belleza con la que retrata el espacio íntimo compartido en esta relación accidental entre dos desconocidos que acaban compartiendo un tiempo trascendental.
No es ninguna novedad que un relato sobre la muerte termine suponiendo una hermosa celebración de la vida. El valor, en este caso, reside más en el respeto con el que la cámara se acerca a los testimonios de aquellas personas con enfermedad terminal que asumen pasar el tiempo que les queda en las mejores condiciones como un triunfo. En muchos sentidos, esta película también lo es.