A Ghost Story (David Lowery, 2017)

¿Es posible una película sin pretensión alguna que proponga, en pleno corazón del argumento, un fugaz y atrevido repaso a la historia del mundo? Quizás A Ghost Story sea un hermoso ejemplo de ello porque trata el tiempo de la humanidad como una simple unidad de medida, la medida de la espera. Sus imágenes son la forma en la que un espectro es capaz de experimentar el paso del tiempo. No hay ninguna ansia de explicar el mundo, más allá de explicar al personaje.

El film de David Lowery no es un relato de terror, aunque lo protagonice un fantasma clásico, de esos de sábana blanca. Es un relato de almas que divagan tratando de cerrar círculos: la del protagonista que ha muerto en un accidente y busca despedirse de su pareja, la de un fantasma vecino que saluda desde la ventana y que define con desolación la soledad del espectro, incluso la de un Beethoven cuyo espíritu aún parece esperar a que el mundo escuche su mensaje, como sugiere un monólogo caprichosamente instalado en pleno centro de la película. Un relato de gestos que perduran, de energías si se quiere, esperando encontrar una respuesta recíproca del universo o desaparecer durante la espera.

A Ghost Story se construye sobre una contradicción que está a punto de cortarle las alas: como todo filme escrito por el propio realizador, corre el peligro de encerrarse en una clásica película de guionista que esclavice la belleza del relato a una estructura que, lejos de ser un canal para enviar un mensaje, reivindique su lugar en la función como auténtico protagonista y el texto, de algún modo, pretenda hacerse visible. Ahí está el citado monólogo central como prueba de ello, que parece más propio del proceso de reflexión previo a la gestación de la historia que una necesidad orgánica del filme, que empuje acaso a desembocar en él. Quizás el motivo esté en que la película se desliga muy pronto del tiempo y la vivencia humana, y se vea obligado al ejercicio contemplativo de un espacio, la casa en la que vivían los amantes, cuyo devenir no siempre ofrece argumentos consistentes para sostener y hacer avanzar la trama.

La contradicción es que, a pesar de esta aparente dictadura literaria, Lowery se ha aventurado a concebir cada escena con un tempo especial, sensible a los gestos, apegado a las ausencias, preocupado (al filmar, nunca al escribir) por hacer del paso del tiempo el protagonista absoluto. Ahí es donde el filme se hace bello, despliega su potencial, abre sus brazos a la acogida de una sensibilidad poco usual en el cine contemporáneo y que precisa de un salto previo al vacío: abandonar las convenciones del relato clásico y experimentar con la puesta en escena y también con sus actores, siempre desde la sencillez pero también con la voluntad de explorar en el destino final de todo el afecto que se han entregado los personajes el uno al otro. Nace así una película tan pequeña, caprichosa e ingenua como especial, genuina y diferente.

En el tercer tramo de A Ghost Story ya no hay presencia humana, la chica se ha marchado a continuar con su vida y contemplar el devenir de la vivienda ha perdido todo su sentido con el paso de los años. La película ya no está atada al tiempo de los humanos y en eso demuestra su absoluta valentía, porque es capaz de volverse tan etérea como el fantasma al que acompaña, tan silenciosa, abstracta y contemplativa como aquel, de adoptar un nuevo pulso que pueda adentrarse en aquello que se oculta más allá de las cosas. Cuando el espectro es testigo de toda la historia del mundo hasta que la vivienda vuelve a construirse ante sus ojos, A Ghost Story no pretende dar ninguna lección de historia ni convertirse en la película definitiva que lo abarque todo. Más bien parece señalar, de la única forma que ha encontrado, que el amor entregado es lo único que permanece.