Una de las máximas de la vida artística es hacer visible lo invisible; pero el tiempo ha querido que el cine se dedique a hacer visible lo imposible, desde el encantamiento de Méliès hasta el aturdimiento de la era digital. Por eso cada pequeña película que le devuelve al cine su vocación artística, su capacidad de trascender, es también un pequeño acontecimiento. El segundo largometraje de Milagros Mumenthaler está dedicado al intento esquivo de retratar la ausencia a través de la imagen, de filmar lo que ya no está ahí, de tratar de evocar aquello que ya no existe o que se ha marchado para siempre. Hacer visible lo invisible en el sentido más esencial de la expresión. Hacer visible la ausencia… ¿Puede haber un reto más propio del cine, ese mecanismo que atrapa a los cuerpos en movimiento?
Mumenthaler comienza con una fotografía, la de un padre que desaparece durante la dictadura argentina. La película se introduce en la foto para observar que poco a poco el sujeto va desapareciendo, difuminándose. Sólo queda el fondo, el paisaje, el lugar testigo del retrato. La protagonista del filme, hija del hombre desaparecido, viajará hasta aquel lugar buscando una especie de evocación personal, un hacer las paces con la figura perdida, de alguna manera.
Será la primera de las soluciones formales que va a encontrar la cineasta como manera de acercarse a lo ausente: la simple desaparición del personaje para enfrentarse a la foto vacía, que no es imagen vacía. Este proceso de búsqueda va a llevar a la película hasta una abstracción definitiva, cuando un centenar de linternas alumbren el interior de un bosque como metáfora concluyente. La película parece decir que la propia vida es un millar de luces perdidas en el bosque, que se alumbran las unas a las otras como si se tratara de fogonazos desconcertantes; algo así como el encuentro fortuito entre dos amantes, como las palabras de ánimo de un desconocido, o como el fugaz tiempo compartido de un padre que se marchó demasiado pronto.
Después de ese salto al vacío, la película termina encontrándose con la forma más simple de representación de este misterio que es el espíritu de lo ausente: la protagonista vuelve la vista hacia la calle desde su ventana y ve a su padre pasar a través de la muchedumbre. ¿Es él, o sólo alguien que se le parece? La idea de un lago acaba por descubrir, mediante el uso de otro actor evocando al padre perdido, que en el cine todo es recreación de lo ausente en tanto que representación de unos hechos pasados, acaso simplemente imaginados.
Pero lo más importante es que el filme rehuye de toda grandilocuencia y lucha continuamente para presentarse a sí mismo en forma de ensayo, de eterno work in progress. Una película trascendente que trata de alejarse a conciencia de toda intención trascendental. Mientras la protagonista intenta hacer las paces con la desaparición de su padre, los mecanismos del cine se transforman en arcilla, en una materia con la que dar vueltas infinitas sobre una misma idea. Ya sea a partir de una niña que trata de repetir un texto o de una actriz principal que expone a menudo sus intenciones a la misma cámara, La idea de un lago no deja de insistir en la idea de que lo ausente nos condena, en un eterno ciclo, a seguir buscando.