El Escritor (Roman Polanski, 2010)

Si bien desde estas páginas la mención a Roman Polanski ha sido con frecuencia más centrada a sus desmesuras en sus pretensiones y la desproporcionada vanidad que ha acostumbrado a lucir en algunas de sus películas más afamadas, resulta del todo justo alabar su buena mano como autor al elevar una película mediocre casi a la categoría de obra maestra.

El Escritor no es más que la previsible película de intrigas y suspenses heredera del cine de Hitchcock y tan maltratada por el cine comercial de hoy que anuncia su argumento, sin mayores sorpresas que los acostumbrados giros de guión tan manoseados en la actualidad.

Lo que la convierte en una película del todo diferente es el tratamiento que Polanski le ha dado a la novela de Robert Harris, y cómo ha adaptado ese material a su grotesco y tenebroso universo particular y lo ha dotado de un ritmo único por su singularidad, por su desasosegante calma y su aparente displicencia, en una intriga del todo convencional y que sin embargo, en sus manos, posee una inquietud, una fuerza y un empuje que no tienen parangón en el thriller contemporáneo.

Pues esa es precisamente su mayor virtud, el pulso narrativo, la fluidez con que discurre todo y la férrea contención con que su autor despliega el relato. A través de ese ritmo tan peculiar que la hace única, la respiración densa pero inevitable de la película es capaz de convertir en aterrador el simple giro de sentido de un coche.

Ese retorcimiento de lo real, que va desde la elección de los actores, dueños todos de unos rostros imposibles, hasta la descomposición de lo cotidiano en gestos aislados que ralentizan la acción pero nunca la detienen del todo, es lo que convierte en una obra superior al Escritor de Polanski, lejos de su burda trama política de supuesta actualidad, o de las constantes referencias políticas que critican al sistema estadounidense, tan del gusto de su director.

El título original, cuyo sentido se perdió en la traducción (The Ghost Writer), no hace referencia tanto a la función de mero redactor de la biografía del primer ministro de Ewan McGregor, que se ve obligado a trabajar en la sombra, sino al propio destino del personaje al descubrir que su predecesor en el puesto murió en circunstancias extrañas y trata de seguir sus pasos.

La premisa llega a su culmen en la mejor escena de la película y la más terrorífica, en la que el escritor sigue el trayecto que su predecesor estableció en el navegador digital del coche antes de su muerte. Con ella, las ideas de reconstrucción, de retorcimiento de lo cotidiano y la suplantación del hombre muerto llegan hasta sus últimas consecuencias.

Resulta irónica la falta de atención hacia el trabajo sonoro de Alexandre Desplat en la película, siendo una de las señas de identidad más poderosas del filme y una de las mejores partituras del autor francés, que logra una comunión total con las imágenes de Polanski.

Espacios claustrofóbicos cartografiados con maestría, desarrollo convencional en un thriller político llevado con pulso firme. Los rasgos de un filme que propone entretenimiento y calidad cinematográfica en la misma medida, y no se avergüenza de un mensaje que ya lanzó Scorsese con su última película: la vetusta idea de que el cine de autor también puede hechizar un simple filme de entretenimiento.