La La Land es una película perfecta. Contiene todo aquello con lo que la historia del cine ha construido sus grandes éxitos, como si su director se hubiese planteado cuál es la fórmula infalible con la que diseñar una película capaz de asombrar y enamorar a cualquiera. El autor encuentra esa fórmula milagrosa partiendo del género musical como evocación de lo festivo, del impacto inmediato, de la seducción absoluta y de la ficción que hace olvidarse del mundo, esa que viene acompañada de una música que parece imposible dejar de tararear y que está plagada de hermosos colores como si se tratase de una golosina irresistible.
Digamos que Damien Chazelle ha diseñado el caramelo perfecto con el que complacer a la audiencia de su época, casi como si cumpliera punto por punto los ingredientes de una larga lista en la que incluir todo aquello que pudiera ser aplaudido por el gusto popular. No sólo busca con insistencia el aplauso unánime: está diseñada específicamente para ello desde su misma génesis. El triunfo de Chazelle es el de haber conseguido esa alquimia imposible con la que seducir a todos. Es entonces, en un momento en que el relato ya ha desplegado su magia, cuando Mia (Emma Stone) teme que la obra de teatro que escribe no sea del agrado del público. Sebastian (Ryan Gosling) le increpa: «¡Lo que importa es tu obra, el gusto del público no importa!».
Ahí es donde se abre una gran fisura en La La Land, una película que pone en boca de sus protagonistas un discurso que ella misma no está dispuesta a seguir. Uno podría pensar que, tal vez, lo único que ocurre es que la película que deseaba hacer el director coincide de manera involuntaria y milagrosa con el gusto popular, pero el mensaje que esgrimía la película anterior de Chazelle (Whiplash, 2014) arroja luz sobre lo que se esconde en esta otra: el deseo de reconocimiento del cineasta. En cierto modo, la vida de los personajes de la película se refleja en la actitud del propio director: Mia entra a una cafetería y todos la adoran, tal y como ocurría al principio del relato con otra actriz famosa. Para ascender de clase, de camarera a celebridad, la chica ha tenido que renunciar a muchas cosas, pero el fin justifica los medios, lo demás es secundario. Es el mismo mensaje que lanzaba Whiplash detrás de su montaje trepidante y su golpe de platillos: lo único importante es alcanzar un cierto estatus, aún cuando el alma quede rota.
De modo que tenemos a un cineasta tratando de congraciarse con un público que añora las añejas historias románticas, los zapatos de charol, los antiguos y más famosos musicales, un público que incluso recuerda con melancolía aquel desgastado rótulo de «Filmed in Cinemascope» con el que se abrían los filmes de la época dorada de Hollywood. Damien Chazelle rememora toda esa historia del cine, esa postal que ilustra la nostalgia por el glamour perdido, mientras escribe diálogos en los que el personaje de John Legend le recuerda a Sebastian que el arte consiste en innovar, en mirar hacia el futuro y reinventarse continuamente. Es la impostura definitiva de un filme que invita a recordar el peligro de los mensajes que esconden ciertas ficciones y la honestidad (o la falta de ella) sobre la que están construidas.
Mientras la película avanza a golpe de planos-secuencia en los números musicales, el plano-contraplano domina las conversaciones entre los amantes. Dos grandes errores de una puesta en escena que se niega a sí misma: unir tomas de manera digital para fingir las bondades de un auténtico plano-secuencia sigue siendo tan pobre en lo visual como la recreación de un actor real mediante CGI, mientras que en las escenas más importantes de todo el relato (las conversaciones íntimas) no hay ninguna escritura comunicante tras la cámara, sólo bustos parlantes que recitan su texto. Pero nada de eso importa: como hace la propia Mia cuando se coloca frente a una pantalla de cine para poder encontrar a su pareja, La La Land se pone delante de todo ese mismo cine que convoca a golpe de fuego artificial. No hay reescritura, ni reformulación, sólo congregación de todo aquello que una vez tuvo un éxito masivo. Del mismo modo que la joven protagonista cuando regresa a aquel café convertida en una estrella, la película ha encontrado el aplauso renunciando a una identidad propia. Lo que termina por desvelar el cine de Damien Chazelle es que tras el placer de la experiencia cinematográfica sigue siendo importante pensar en el mundo que estamos construyendo.