“Podrás contarle a tu nieto cómo ha sido tu vida”, exclama un personaje ante Liliana Pereira, presa política durante la última dictadura uruguaya. Es una de las primeras secuencias de la película y Liliana ya es una mujer adulta, interpretada por Cecilia Roth. Ella rompe a llorar al escuchar esas palabras, y entonces la película viaja hasta la época de su juventud en la que es apresada y encarcelada. Y lejos de ser un simple recuerdo que contextualice la profundidad del conflicto presente, la película se hunde en ese flashback para ocupar casi la totalidad del metraje.
Lo que podría haberse explicado a través de una mirada, de un gesto, de un silencio, de un plano comunicante, de una línea de diálogo como ejemplo de perfecta síntesis de una época, termina explicitado en una larga travesía carcelaria que lo que busca es, desde planteamientos peligrosamente básicos, hacer visibles las injusticias por las que tuvieron que pasar aquellas personas castigadas por el régimen. Se trata del acostumbrado ejercicio en el que el filme confunde la posibilidad de hacer justicia poética con la mera enunciación de los hechos.
Pero no basta con poner en escena lo que ocurre para denunciarlo (podríamos entonces, acaso, valorar las obras por su temática antes siquiera de haberlas visto): es la forma de mirar lo que da forma al cine y lo que crea el valor de la ficción o, en este caso, de la reconstrucción de lo real. Quizá sea el gran abismo de la película, tan preocupada en ese ejercicio de reconstrucción que apenas hay espacio para buscar una mirada personal sobre las cosas. De repente, a partir de un punto determinado, a Migas de pan ya sólo le importa la credibilidad de los trajes militares y de los vestidos o la verosimilitud histórica de aquello que cuenta en lugar de la fuerza de sus imágenes.
Cuando el relato por fin regresa al tiempo presente en el epílogo del filme, la intensidad resurge porque también lo hace el personaje herido por el paso del tiempo. Es la constatación definitiva de que la emoción y el sentido de la injusticia se filtran a través del rostro del personaje adulto a quien han arrebatado su vida, y no a través de la tosca ilustración de la tortura en sí. Tal vez haya una gran película escondida tras ese momento en el que las víctimas de la dictadura hacen pública su denuncia y explican, a viva voz, aquello que han vivido. Es posible que la simple enunciación de lo ocurrido, el reconocimiento de la experiencia, el rostro ajado por la confesión, sea más doloroso que todo lo visto anteriormente. Migas de pan se ve obligada a viajar al pasado, creyendo que recuperará así la dignidad de la que se despojó a los agraviados, pero lo único que consigue a través ese itinerario histórico es perderse también a sí misma.