El primer día nos presentan a los otros miembros del jurado y entonces el grupo se convierte en el único refugio: algunos visitan el lugar por primera vez, todo a su alrededor resulta ajeno y el contacto mútuo parece la única forma de conservar la identidad propia. El Festival se desgrana en multitud de eventos, en distintas capas imposibles de seguir: hay que seleccionar lo que ver, y pronto, antes de que sea demasiado tarde para organizarse. Sigo en todo lo posible la Sección Oficial de largometrajes para tomarle el pulso al Festival, con el objeto de entender hacia dónde camina, hacia dónde quiere avanzar, hacia qué horizonte mira. Mi programa de actividades se viene abajo pronto: el jurado debe hacer acto de presencia en las sesiones de cortometrajes, establecidas a primera hora de la noche y sin ningún otro horario como alternativa, lo que invita a olvidar el resto de grandes citas durante los tres días de proyecciones.
El primer problema con el que me encuentro es el primer cortometraje, la primera experiencia en analizar la obra con ojo crítico: han escogido catorce piezas y la primera que se proyecta siempre va a funcionar como baremo, como punto de partida, como una especie de molde a través del cual comparar al resto. Es la única pieza que podré analizar completamente desde la hoja en blanco, sin posibilidad de establecer ejercicios comparativos.
Unas chicas ignoran el pivote de seguridad que reserva la fila de butacas para el jurado y se sientan a mi lado mientras miran el móvil, comen palomitas y comentan lo lentas que son las películas, y entonces pienso en lo mucho que aún queda por hacer: si aún no sabemos cómo hay que comportarse en la sala y lo indispensable que es ese comportamiento para poder entrar de lleno en la obra, ¿para qué consagramos nuestro trabajo a hablar de puesta en escena, de sintaxis narrativa o de la trascendencia de las imágenes? ¿Por qué hablamos sobre lo que está ocurriendo en la pantalla si aún no ha quedado claro cómo hay que sentarse?
El segundo de los grandes dilemas que encuentro mientras me enfrento a las piezas es uno de los últimos cortometrajes del primer día, que me resulta fascinante. Pero me fascina desde una posición puramente caprichosa, me fascina desde el gusto y no desde las virtudes del valor estético. En ese momento me planteo, por primera vez, cuál es la verdadera labor del jurado a la hora de otorgar un premio: ¿debe prevalecer el gusto personal, imponiendo como ganadora la obra que satisface nuestros propios placeres? ¿O es más honesto premiar a una obra a la que se le presupone un valor objetivo, una que creemos más sólida, una que trasciende nuestro gusto personal en esa época de nuestra vida?
El debate persiste durante días, y la pregunta continúa aún hoy en el aire. Lo más angustioso es precisamente eso: a la hora de dar el veredicto aún no habrá respuesta alguna, y es algo que en términos de responsabilidad resulta crucial. Sabemos que no hay tiempo para decidir: uno de los miembros debe abandonar la ciudad a la mañana siguiente y nos toca ponernos de acuerdo esa misma noche, tras la última de las proyecciones. Si acaso hubiera una auténtica obra de arte en la sección de cortometrajes, no hay tiempo para desentrañarla. Tengo siempre en mente aquella idea sobre la auténtica obra de arte, «esa que se presenta extraña, la que pide un esfuerzo para revelársenos lentamente»… El jurado no tiene tiempo para obras de arte que se revelen lentamente. Tiene tres horas para decidir un ganador.
El gran nivel de las obras a concurso, que como espectador es una total bendición, como jurado es un auténtico calvario: apuntamos como potenciales vencedores hasta seis de los catorce cortometrajes. Los otros dos miembros del jurado son directores de cine con una trayectoria similar; temo ser la nota discordante y provocar una discusión acalorada, pero ellos temen lo mismo y ese temor compartido nos conduce a la más dulce de las diplomacias. Aún así argumentamos con pasión: nos decidimos por un premio que no nos represente necesariamente a nosotros, sino al cine como lenguaje, a sus posibilidades, que represente al Festival que nos convoca. No otorgamos un premio como forma de reivindicar nuestras personalidades, sino como manera última de reivindicar a los cineastas que han hecho posible las películas premiadas; ese es el reto. Decidimos premiar a las piezas en las que percibimos una valentía que tiene que ver con la dificultad de no poder preparar las imágenes, sino que se basan en el encuentro y en la espera. En cierto sentido, y aunque suene contradictorio, decidimos premiar lo que nos conmueve por encima de lo que nos gusta porque entendemos que, mientras que lo que nos conmueve busca una comunicación hacia el exterior, lo que nos gusta implica también un cierto ensimismamiento.
Tras aquella noche ya no somos miembros del jurado, sino tres amigos que intentan poner en perspectiva lo que han visto. Mientras el Festival se desvanece en su última velada, uno de mis compañeros recuerda todo lo que le gustaba de aquel cortometraje al que le dimos una mención de honor, y entonces descubro una película nueva que despierta la satisfacción de haber podido premiarla. Que aquel nuevo amigo me redescubra lo que ya he visto hace que recuerde un deseo que aún persigo: quiero seguir siendo la persona que más tiene que aprender de todas las que me rodean.