Desde los comienzos en los que Pixar comenzó a verse invadida por una docena de competidoras que trataban de concebir productos de animación por ordenador con la misma calidad técnica y argumental que las que producía aquel, el espectador ha sido bombardeado hasta la extenuación por una serie de sucedáneos mediocres que ni siquiera han tenido interés visual, no digamos ya el argumental.
Cómo entrenar a tu dragón es, en su superficie, uno más de esos sucedáneos con que la guerra de los grandes estudios castiga las carteleras comerciales. Se trata de un filme eminentemente infantil, una historia para niños dirigida también a ellos, de corte previsible, de notable ingenuidad, y sin novedad aparente en su concepción argumental.
Lo que parece un error es en realidad su primer acierto. Se trata de la única película para niños que asume su condición y obvia las pretenciosas intenciones de hacerse con el público adulto poniéndolo a la misma altura que la capacidad intelectual de un niño. Es el espectador adulto quien debe entrar en el juego del mundo infantil si desea disfrutar en algo una cinta concebida para ellos, capaz de penetrar en su concepción de las cosas.
No es más, pues, que una fórmula preconcebida, con todos los clichés ponderados y colocados en el lugar correcto. Lo que la diferencia de sus compañeras del montón es la pasión con que el diseño, la música, la sencilla historia y la aventura están contados y elaborados. El dibujo redondeado y agradable del Chris Sanders de Lilo & Stitch ayuda a situar la historia justo en el tono infantil que busca con ahínco.
La oscuridad de la atmósfera, el excelente y accesible imaginario creado en torno al mundo de los dragones, la perfilación de los personajes que se mueven en los tópicos pero que se trazan con brillo, la riqueza de detalle de la animación y de sus decorados y la sensibilidad y el mimo con el que se trata la clásica historia del antihéroe consiguen que, por primera vez en mucho tiempo, una película de fórmula funcione con efecto.
John Powell, que ha firmado una carrera irregular y decepcionante en los últimos años, se presta aquí al envite con sorprendente éxito. La victoria de la partitura es también la de la propia película, sin la que muchas de sus escenas no tendrían la potencia dramática que gracias a su score sí son capaces de albergar.
Bajo la superficie del argumento del chico marginado que finalmente se hace popular debido a una serie de casualidades y catástrofes, roída hasta la saciedad por el cine comercial de hoy, se esconde el bonito relato de un cambio generacional: la lucha de los niños por cambiar un estado de las cosas incapaz de solucionarse con la limitada visión de sus mayores, y la incomprensión total de éstos hacia ellos.
Esa confrontación clásica, que también se concreta en lo pequeño con el conflicto entre padre e hijo (que aquí también funciona, por raro que parezca) termina por configurar la trama en torno a un niño que quizás nunca se lo planteó, y que ni siquiera tuvo nunca la intención de trazar un camino buscando esa ansiada revolución, pero seguro que, más de una vez, se habría despertado después de haber soñado con un mundo nuevo.