Esta no es una película de Quentin Tarantino. Y, sin embargo, no podría ser de otro cineasta. Aún arrastrando consigo muchos de sus estilemas habituales se trata de un filme firmado por alguien que, en un continuo ejercicio de depuración, ha ido abandonando parte de sus señas de identidad en favor de una cierta madurez. La sobriedad de la primera hora de Los odiosos ocho, en lo formal y en lo argumental, no tiene antecedente alguno en su filmografía. Y quizás este sea el centro de la cuestión, porque de la sobriedad de la puesta en escena nace su película más cercana a lo que se conoce como teatro filmado.
Habría que viajar hasta Malditos bastardos (2009) para encontrar la génesis que ha terminado por desembocar en Los odiosos ocho: Tarantino convertía, allí, uno de sus acostumbrados diálogos entre personajes en una escena de cuarenta minutos. El deseo por explorar sus límites como guionista le lleva a convertir el filme, si puede entenderse así, en una sola charla entre ocho personajes que se dilata en el tiempo durante casi tres horas.
Pero hablemos de ese centro de la cuestión ya señalado: no sería difícil convertir Los odiosos ocho en una adaptación teatral. En parte porque su localización central, casi la única del filme, permitiría una traslación casi literal, lo que lleva a cuestionarse qué hay realmente de cinematográfico en ella. Y no es que el cine tenga en su naturaleza la prohibición hacia los espacios únicos; todo lo contrario, y los ejemplos son muchos. La pregunta es si existe acaso una escritura en imágenes, algo que escape simplemente de lo ilustrativo, de la descripción funcional. Elegante, por supuesto (no se puede hacer de otro modo si tienes a Robert Richardson como director de fotografía), pero funcional a todas luces.
La respuesta quizás sea que el Tarantino director y el Tarantino escritor están cada vez más separados, hasta el punto de que el Tarantino escritor a veces se vea obligado a trabajar en solitario. La prueba es que ha vuelto a ponerse aquí a sí mismo en el relato, como ya lo hizo en Django desencadenado (2012) cuando aparecía él mismo como intérprete en una escena clave de la película. Aquí no aparece en escena pero sí que escuchamos su voz, a la manera de un narrador omnisciente que decide qué hacer con sus amados personajes al mismo tiempo que lo relata. Y de ser así, si es cierto que esta no es una película del Tarantino director, sino únicamente del amante del guión como arte literario, habría que poner en duda esa sobriedad con la que está filmada. Porque la utilización del plano largo y la huida de toda pirueta visual colisiona peligrosamente con el histrionismo de Jennifer Jason Leigh o con el desmadre caricaturesco con el que se cierra el relato. Si la sobriedad de Tarantino es un paso adelante, entonces su cierre es un paso atrás.
Tal vez lo que más haya que poner en duda en esta, por otra parte, extraordinaria película, sea reconocer a un director que antes de servía del cine que le gustaba para construir nuevas ficciones y que aquí, en cierto modo, trate de emular a ese cine como si intentara ser uno más de aquellos clásicos. Los odiosos ocho podría ser una perfecta película de los años setenta, si la censura de la época lo hubiese permitido. Al perder buena parte de la autoconsciencia que tanto favorecía a Tarantino, ha salido a la luz un cierto deseo complaciente que conviene poner en duda. Se trata de algo así como la reescritura, en forma cinematográfica, de un texto que ya era perfecto antes de ser filmado. Reescritura es la palabra, con todo lo que ello conlleva. Quizá los avatares de este guión, que tantas vueltas tuvo que dar hasta convertirse en película, tengan la culpa.