No se le puede negar a Álex de la Iglesia su capacidad creativa para concebir nuevos relatos. La premisa de Mi gran noche es bien sugerente: convertir la grabación de un programa de nochevieja en material cinematográfico, donde las historias cruzadas puedan trazar un cosmos capaz de radiografiar la sociedad del presente en su conjunto.
Una operación virtuosa como narrador, una moderna torre de Babel que exige la más sofisticada de las representaciones. En ella, el realizador se permite arremeter contra todo aquello que le preocupa, sea cual sea la dimensión del problema, desde los grandes conflictos sociales hasta lo más íntimo. De ese modo no sólo conviven en el plano los personajes más pintorescos sino también la crisis económica, o el poder de la telebasura, con la imposibilidad de la relación de pareja en un mundo dominado por la histeria.
Hay un problema fundamental en Mi gran noche y es que los temas parecen huir los unos de los otros. Esclavos de un montaje frenético, en el que los planos apenas pueden traspasar la barrera de los segundos de duración, las historias se suceden tan rápido que resulta inevitable cuestionarse si esa evasión constante no tendrá que ver con la vacuidad de cada relato por separado. Digamos que se plantea un montaje de la huida, que acaba por destilar una cierta falta de compromiso con lo que se cuenta.
Y quizás sea por la manera de filmar, casi arbitraria (¿cuántos tipos de planos pueden contabilizarse a cada minuto de metraje?), o por esa sensación de que las cosas se plantean pero todas quedan en el aire, como si la intención fuera que la conjunción de unos simples esbozos superase la condición de borrador, de idea fugaz incapaz de materializarse del todo. O quizás sea el deseo de adscribirse a una tradición cultural a la que no consigue vincularse ni en espíritu ni a través de sus imágenes. O tal vez sea que de la Iglesia pretende parodiar la parodia, adentrarse en los terrenos del metadiscurso y que contagiarse de la vulgaridad de lo narrado ayude a representar este esperpéntico alegato del presente.
Lo cierto es que, sea como sea, el único elemento en común con la sociedad de su tiempo es la fugacidad de los temas, la incapacidad de prestar atención a una sola cosa, la falsa sensación de vivir en una época multitarea que, en el fondo, se revela peligrosamente improductiva. Al contagiarse de esa enfermedad de lo efímero, de lo inmediato, Mi gran noche se vuelve tan poco comunicante como todo aquello que intenta poner en duda.