Un hombre y su indecisión. La frase podría hacer referencia a Tamayo, el personaje que protagoniza El apóstata y que vive un momento crucial en su vida. Pero también podría utilizarse para hablar de Federico Veiroj, el director de la película, y de cómo el filme gira sobre sí mismo para poder hablar de las, en apariencia, irresolubles vueltas en círculo que da todo aquello que forma parte de la vida adulta.
Porque mientras las otras películas de Veiroj miraban hacia el futuro, sirviéndose de lo aprendido para poner un pie en lo incierto, El apóstata parece sin embargo una mirada hacia el pasado, hacia Truffaut y otros tantos que han terminado por configurar la manera de hacer películas de este cineasta. Esa mirada hacia el pasado se transforma en algo literal cuando el personaje gira la cabeza, en un plano memorable, y termina topándose con una versión de sí mismo en la juventud. Mira hacia el pasado para descubrir la sensación de lo inevitable en la etapa más libre de su vida. ¿O sólo mira hacia atrás para recordar quién quería llegar a ser? La decisión de Tamayo por apostatar no es más que un ejemplo sobre cómo el hombre se atreve a tomar sus propias decisiones pero parece ser el mundo, en última instancia, quien termina decidiendo lo que ocurre finalmente.
En ese sentido, el protagonista de El apóstata quiere desvincularse de esa idea divina del destino en la que la vida parece regida por un ser supremo. Lo cierto es que, al final, Tamayo termina experimentando esa misma sensación a través de otros canales, aunque él haya decidido ponerle otros nombres. La vida va encauzando su vagar errante por el mundo y coloca delante suyo a las personas adecuadas. Tamayo continúa empecinado en frecuentar a su prima, a quien ama desde siempre, pero la vida se empeña en colocar frente a sus ojos a otra persona. Y también continúa en desaprender todo lo adquirido, como una manera de vengarse ante las cosas, pero la vida le coloca frente a sí a un niño con el que sentir la responsabilidad de educar.
Y así los pasos que da Tamayo, en un intento de afianzar una personalidad que él cree extraviada, se ven contradecidos por el propio devenir de una vida ante la que es imposible trazar planes. Federico Veiroj se declara amante de ese misterio, entregando El apóstata a una sucesión de ensoñaciones que colocan la película en los terrenos de lo onírico y de lo sensitivo. La evocadora mirada de Álvaro Ogalla, que encarna a Tamayo, ayuda mucho en ese sentido. Sus ojos se pierden en un sentimiento que oscila entre fascinación y deseo, pero también perdido entre la melancolía de quien sabe que lanza su mirada hacia lo vivido como quien presencia la visita de un fantasma, imposible de tocar, imposible de convocar en el presente.
Tiene sentido que la película termine abrazando la imagen del protagonista corriendo por las calles junto al niño, una suerte de Lazarillo de Tormes de lo contemporáneo. La única certeza del personaje es la de transmitir las dudas y los miedos para que aquel niño, al menos, no se sienta solo en el camino. Quizá por eso la indecisión de la película, las indecisiones del joven Tamayo, sean también la de un cineasta que se reconoce como alguien incapaz de encontrar respuestas, pero también la de alguien capaz de filmar la belleza de todas esas preguntas.