Construida en base a una premisa absurda y basada en un pacto silencioso de ingenuidad desbordante entre el público y el cuentacuentos de Radu Mihaileanu, El Concierto es otra muestra de cómo cierto cine europeo busca la carcajada fácil y la complicidad a toda costa con el espectador a través de los trucos más variopintos y vulgares de los lugares comunes de la comedia popular.
Cimentada sobre una trasnochada trama en torno a los antiguos músicos judíos del Bolchoi, que se hacen pasar por la verdadera orquesta para dar un concierto en París y exorcizar así todas sus frustraciones pasadas, el argumento va volviéndose endeble conforme avanza hasta convertirse no en una hilarante sucesión de acontecimientos, como podría pedirse de una comedia eficaz, sino en un devaneo absurdo de escenas incongruentes y convencionales, enrevesadas por una trama familiar de credibilidad poco plausible que aporta la intencionada nota conmovedora al relato.
Los momentos que emocionan, las escenas que apasionan, los discursos que inspiran, provienen de la música de Tchaikovsky y nunca de la película. Esas contadas secuencias en las que la obra del compositor ruso toma la palabra y la película se muestra al servicio de ella son lo poco rescatable de una cinta donde la impostura llega hasta sus últimas consecuencias.
El encanto y la fascinación que irradia Mélanie Laurent, unida a la maravillosa digitación de sus dedos como solista de violín, que convierte la interpretación del concierto en algo creíble, no son suficientes para sostener una película completa ni a un personaje secundario como el suyo, ahogado en esa horrenda trama familiar de factura fácil y de encaje forzado.
Lo que queda es Tchaikovsky, y su concierto de violín. El concierto comienza y la película se detiene, la música se desarrolla en toda su plenitud y la evidencia de que la bajeza de la película es incapaz de competir con tamaña obra de arte resulta abrumadora.
En ese momento, al relato no le queda más remedio que desintegrarse, proponer un montaje paralelo donde todas las tramas absurdas que ha planteado se vean resueltas, y centrar su mirada únicamente en la música, en la interpretación de Laurent, y en unos insertos de primeros planos a unos músicos que nunca ha sabido trazar con emoción al haberlos perfilado en los tópicos más tenebrosos de los malos personajes cómicos.
Se trata de una de las comedias vulgares del montón que nos azotan en ocasiones, encuadrada en un contexto en el que una obra musical de más de cien años evidencia su supremacía artística alrededor de la mediocridad que le rodea. Ni siquiera la agradecida presencia de Mélanie Laurent podía salvar un concierto como éste.