Joe Wright no podía imaginar una incursión mejor en el cine de Hollywood que realizando un filme tan efectista como estéril en sus intenciones.
Y no podía imaginarlo mejor porque es justo el cine que hace el director inglés, un cine tramposo que acude siempre al sentimentalismo fácil, aquí elevado a la enésima potencia a través de unos elementos que ya son clásicos en el autor y que aquí se han confirmado con una fuerza devastadora.
En primer lugar resulta esencial la inclusión de las estrellas de turno, actores que estén considerados como supuestas estrellas por el grueso del espectador más popular y menos informado. Podría decirse que Robert Downey Jr. (excelente) y Jaime Foxx son, para su desgracia y en su beneficio, los reyes indiscutibles en este tipo de cine.
La música jugará también un papel destacado. En una historia que gira alrededor de un intérprete de música clásica vencido por una enfermedad mental, la tópica omnipresencia de Beethoven es casi inevitable, en detrimento del Dario Marianelli que había acompañado al director en sus otras dos películas y con las que el compositor había obtenido sus mejores resultados, acompañados de un oscar por una de ellas.
El tercer elemento lo juega una estética depurada y siempre dependiente de la visión modernista de Wright. El gusto por el plano bonito y la imagen deslumbrante sacrifica siempre cualquier intento de puesta en escena o de alguna fuerza informativa de sus imágenes que no sea más allá de la narración superficial y primitiva.
Todos estos elementos conforman la impostura de un director que los utiliza porque su fallida grandilocuencia le impide asumir la humildad que deberían evidenciar sus errores como director.
La banalidad de su puesta en escena, el continuo uso de efectismos primarios para tratar de emocionar al espectador a cualquier precio y su alarmante falta de control para encontrar un tempo adecuado al ritmo de su historia definen el filme finalmente como una convención de tópicos y de narrativa insulsa para un relato sin fuerza alguna.
Ni siquiera esa devoción por Beethoven, que lleva a la película a convertirse por un momento en una sinfonía visual de colores y efectos que responden al estímulo de la música, consigue salvar su exagerado metraje.
Lo único que provoca verdadera pasión en el material audiovisual es esa música que ya existía hace más de doscientos años y que no tiene que ver en absoluto con las imágenes que acompaña. Su fuerza maestra las empuja y las rechaza. El verdadero arte reconoce entonces la flaqueza y las carencias de la nueva obra y la expulsa del paraíso de un solo plumazo.