La ópera prima en el cine de Tom Ford, famoso en el mundo de la moda y el diseño, es toda una declaración de intenciones que se salda muy positivamente a través del tratamiento de la novela homónima.
Un hombre que pierde al que ha sido su pareja durante más de quince años es el punto de partida para un retrato desolador acerca de la muerte, del valor de la vida, de las oportunidades perdidas y de las decisiones pasadas.
Ford acierta al convertir su relato en una sinfonía visual, más centrada en la conjunción de música e imagen que en respetar el material literario al pie de la letra, incluso aunque algunas escenas contengan un texto denso y profundo. La mirada homosexual no supone nunca uno de los puntos hacia los que dirigir el relato, si bien todo apunta a que la novela sí lo hacía. Esa neutralidad hacia la orientación sexual, y también su naturalidad al tratarlo, convierte la película en una historia de amor universal.
El poema visual que plantea el director novel desemboca en que la partitura de Abel Korzeniowski sea la mayor protagonista de su historia. El magistral documento sonoro que pone en práctica uno de los mejores compositores europeos, ayudado por Shigeru Umebayashi, autor de las mejores bandas sonoras orientales de la última década, es del todo absorbente y poderoso. Su fusión con las imágenes es absoluta.
La belleza y perfección de la música y su adecuación a las imágenes del relato, retratadas con elegancia, precisión y hermosura por Eduard Grau, conforman una obra donde los elementos se ensamblan con absoluta firmeza. La poesía se apodera de la historia y sus sonidos tienen la capacidad de desgarrar el alma con derecho propio. La obra acoge desde el comienzo un ritmo pausado que engrandece los sentimientos de la historia: el tiempo se detiene cuando el ser querido encuentra la muerte y la vida personal parece haber terminado también para uno mismo.
En este sentido, Tom Ford puede compararse con Stephen Daldry más que con cualquier otro director, aunque no sea una comparación del todo alentadora. No sólo por su utilización de la música, y porque ésta salve del todo su película, la encauce y le dé sentido, sino también en su afán por el plano detallista, en su exquisita dirección de actores, en su ritmo ingobernable, displicente, abandonado a regodearse en su exquisita técnica y sus apartados artísticos confiados en que el material literario soportará la película incondicionalmente.
Como toda ópera prima, la película está llena de defectos y virtudes en un tono extremo. Tom Ford regala algunos momentos llenos de buen cine que sabe construir en poco tiempo y que expande con una sublime confianza, pero al mismo tiempo, o debido a ello, nunca sabe encontrar un ritmo adecuado para su historia y ésta se pierde interminablemente en pequeños satélites llenos de aciertos artísticos pero a los que les cuesta componer una imagen global del relato.
De su trabajo con los actores, destaca especialmente un poderoso Colin Firth en la creación del hombre atormentado y destrozado por la pérdida. Su reconstrucción del caos y el hastío en una época donde las formas aún condicionan con implacable crueldad al hombre es formidable en su intención y su ejecución. Una actuación plena de matices y de una gran intensidad y contención.
De su labor reconocida en el mundo de la moda hereda un inevitable y forzoso gusto por lo estético que castiga toda la puesta en escena del filme. Desde la ropa de sus personajes, pasando por el calzado, las corbatas, las chaquetas, los pantalones, todo debe ser impecable y estilizado. Los escenarios sufren esa misma pasión por la sofisticación más absoluta y la representación de los años sesenta queda entonces en el límite de lo forzado y de la impostura a favor de la belleza puramente estética.
Aciertos y errores para una película dotada de una sensibilidad especial, de difícil acceso por su ritmo peculiar, por su densidad rodeada de una simplicidad aparente, y que posiblemente se convierta pronto en una joya poco popular. Cine que conviene reivindicar aquí de la mano de un autor novel con resultados extraordinarios. Confiemos en que sus promesas artísticas no se queden en el camino, como le ocurrió a Daldry.