John Michael McDonagh se ha convertido en el gran cineasta irlandés, ese que aúna una cierta benevolencia crítica con la complacencia del espectador medio para terminar, finalmente, en tierra de nadie. Sus dos primeros largometrajes, sendas radiografías de la sociedad irlandesa escritas por él mismo a modo de fábulas perversas, provistas de una profunda carga moral, le han consagrado como director pero también han colocado sobre sus hombros el peso de una falsa autoría: un cineasta menor al que se ha celebrado como autor mayúsculo, quizá antes de tiempo, simplemente por la carga ética que tiene su disección de la Irlanda del presente.
Calvary atraviesa a los distintos habitantes de un pueblo irlandés, convertidos todos ellos en arquetipos, para escenificar los males que anidan en la propia personalidad del país: una decadencia moral que apunta a la pérdida absoluta de valores producida por el desencanto. Decadencia que, además, es representada desde el cinismo y sin pudor alguno. Puede que esa incorrección política haya dado alas al cine de McDonagh por motivos evidentes: el impacto de lo grosero, la crudeza de lo violento. Pero lo cierto es que parece más el reclamo de una autoría incapaz, en tanto que esa crudeza encaja más bien poco con el tono que se pretende otorgar al relato.
La manera de atravesar el pueblo para poder conocer a ese grupo de personajes atormentados en su cotidianidad es a través de un sacerdote, un Brendan Gleeson cuya presencia se convierte en la justificación misma del propio ejercicio de filmar: un cuerpo errante que vaga por la Irlanda más profunda para descubrir que ya resulta imposible sembrar esos caminos de esperanza. De allí surge la textura introspectiva de unas imágenes que enfrentan al personaje con sus dudas y sus sentimientos, expresados a partir de la belleza de los paisajes de la costa. Actor y paisaje se convierten en una sola fuerza cinematográfica a la que se une una banda sonora que ha entendido cómo la sección grave de cuerda puede representar, de manera eficaz, a la figura autoritaria del párroco sin perder la necesaria dimensión humana del personaje.
El calvario del título hace referencia a la propia estructura de la película, motivada por la confesión inicial de un habitante que confiesa su intención de matar al clérigo en el plazo de una semana. De fondo se encuentra el escándalo de los abusos de menores por parte de la iglesia, y en su travesía el personaje descubrirá la progresiva operación de descreimiento que ha experimentado el pueblo en su conjunto hasta entender que su papel de consejero y de vínculo espiritual ha terminado extinguido.
La operación resultante es una indudable película de guionista, que apoya su fuerza narrativa en la potencia de sus palabras en detrimento del pobre discurso estético que plantea. Y, en ese sentido, quizá haya que poner en duda las conquistas de Calvary: se trata de una película mucho menos inteligente de lo que cree estar siendo. La evidencia discursiva de sus diálogos, el esfuerzo por colocar en primer plano cada idea para poder magnificarla, la inconsistencia de algunos de sus personajes o la trampa de su estructura circular, en la que el propio final del filme se ve comprometido, esclavo de una resolución poco inspirada… Son los pecados que no han hecho de Calvary una película fallida, pero que ayudan a entender los motivos por los que tampoco es un filme memorable. En esos momentos en los que el relato se olvida de su propia grandilocuencia, allí donde solo habita la humildad del protagonista y sus profundos interrogantes, puede advertirse la gran película que podría haber hecho el cineasta.