Según Drácula, la leyenda jamás contada, hay que asumir que aquello que no conocemos obedece a los cánones de las clásicas historias de folletín de usar y tirar. La película se adscribe así a la gran nueva costumbre de la gran industria, en la que el más mediocre cine de segunda fila queda disfrazado de gran evento a través de un pomposo título que lo vincula con un tema de renombre, con una antigua franquicia de éxito o con un mito del pasado.
Lo cierto es que este Drácula podría encontrar a su verdadero público bajo el nombre de un héroe anónimo, y no obligado a una funesta comparación con el material literario del personaje original o a la sombra de todo el corpus cinematográfico que ya tiene a sus espaldas.
Conviene observar ante qué tipo de película nos encontramos cuando el sonido de una espada al desenvainarse eclipsa al resto de la banda sonora. Un detalle revelador. Y es así porque a la película le interesan especialmente los combates y la fuerza bruta, el auténtico reclamo. En ese sentido el film tiene más que ver con un revoltijo del imaginario bárbaro que con cualquier aspecto relativo al mito original. En otras palabras, se utiliza aquí el título para una suerte de subsistencia comercial, convocando incluso de manera explícita al imaginario visual de la adaptación de Coppola, al tiempo que se simplifican las posibilidades del personaje implicado hasta convertirlo en un guerrero sin personalidad propia.
Para introducir a Vlad en el universo vampírico, la cinta propone una trama endeble y primitiva, en la que el guerrero, entre la espada y la pared, debe sacrificarse para poder salvar a todo su pueblo. A partir de ahí el personaje no sólo obtiene las habilidades propias del mito del vampiro sino que también adquiere poderes mágicos. No es de extrañar que las fuerzas de Drácula aquí se multipliquen: el mito al que se acerca la película es célebre por su sutileza, por las habilidades que no se muestran, que no son visibles. En Drácula, la leyenda jamás contada no existe sutileza alguna y por tanto las nuevas habilidades del personaje deben hacerse visibles, lo más espectaculares posibles para poder exhibirlas, para hacerlas explícitas.
Pero no es en la batalla donde la película palidece, pues hay en toda ella un especial esfuerzo en la profusión de efectos especiales e incluso hay ideas a nivel visual tan sorprendentes como interesantes (un combate que sólo contemplamos a través del reflejo en la hoja de una espada), sino que es cuando trata de recuperar todo ese trasfondo amoroso propio de la novela original cuando pueden verse todas las costuras del relato, especialmente a nivel narrativo. Cuando Vlad debe lidiar con su amada (la estupenda Sarah Gadon), la cinta se vuelve tosca, los diálogos impostados, su materia hueca se asienta en el tópico. Todo acercamiento al espíritu romántico del material de partida se salda con resultados anodinos en el mejor de los casos, cuando no cae en lo ridículo.
De ahí que la simplicidad de los materiales que maneja finalmente pueda empujar al desinterés a más de un espectador. La película, sin embargo, parece tener muy claras sus intenciones, en esa sana ingenuidad, ese impermeable ensimismamiento que la empuja hacia delante: la lucha de espadas, el sonido del metal, la sangre derramada, ejércitos enteros que caen aplastados por voluntad de la magia negra… En fin, un pobre espectáculo estético en íntima relación con las limitaciones de la propuesta en todas sus vertientes. La experiencia más dolorosa cuando uno ve Drácula, la leyenda jamás contada no es entender que no hay siquiera un ánimo de reescribir el original, sino que aquel nombre ha sido convocado únicamente como licencia, como excusa.