“¿Cómo puede sobrarme rango para cenar con los sirvientes y no tener el suficiente para cenar con mi familia?” pregunta Dido, ya adulta y consciente de los problemas que comporta ser una mestiza en el seno de una Inglaterra donde la esclavitud aún es legal. Al hacerlo, uno no puede dejar de imaginar otra película distinta, quizá no más interesante pero sí más libre, más inspiradora, en la que Dido aún niña pueda corretear por el palacio y descubrir que se mueve en esa tierra de nadie, donde su rango no es equiparable ni al servicio de la casa ni al de su familia adoptiva.
En su lugar, Belle adapta el relato real de Dido Elizabeth Belle centrándose en su etapa adulta no tanto por la posibilidad de hablar del fin de la esclavitud, auténtico telón de fondo y sustento narrativo, sino para poder convertir la película en un relato más de casamientos, infortunios y desavenencias amorosas propias del film de época, tal y como Orgullo y prejuicio (Joe Wright, 2005) se justificaba a sí misma mientras desplegaba su auténtico tema (en aquel caso, la situación de la mujer en la sociedad de la época, tema que aquí se recupera tímidamente recordando lo mucho que toma Belle de productos tales como aquel).
A través de un sublime trabajo de casting, lo que distingue a la película de sus semejantes es la intensidad con la que el reparto recrea sus papeles y puede llevar al filme a un nivel superior de complicidad emocional. El descubrimiento de Gugu Mbatha-Raw, el acomodamiento de Tom Wilkinson para el papel que interpreta, , la cercanía de Emily Watson, la presencia siempre conmovida de Sam Reid o la fragilidad de Sarah Gadon, reclamos imperdibles de la propuesta. Para que el drama revele toda su trascendencia, pareciera que los actores se vieran forzados a la afectación permanente, lo que puede resultar abusivo en ciertas escenas que invitaban a la serenidad. En ese sentido la película tiene una sola dimensión y, aún explotándola de manera acertada, su alcance parece empobrecerse progresivamente.
La presencia de Rachel Portman, lejos de engrandecer la banda sonora de la película como en otros proyectos, se muestra rutinaria y forzada a aparecer únicamente en las escenas más lacrimógenas del relato. Quizás no tanto por error de la propia compositora sino por imposición del propio dispositivo de la película, a tenor de otras disciplinas artísticas también sujetas a unas ciertas exigencias propias del cine de época. El interesante trabajo con la cámara propuesto por Amma Asante parece amortiguado por un torpe montaje que condiciona el relato y aleja a la película de lo notable. En su lugar, un montaje apresurado y la decisión de no prescindir de ningún punto en la biografía del personaje está a punto de poner en peligro, incluso, a la propia puesta en escena.
Defectos narrativos que ponen en cuestión las virtudes sobre las que está construida la película. En cualquier caso, la determinación de los personajes principales y la manera de interpretarlos, por parte del actor, y de representarlos, por parte de Asante, podrían resultar reclamos suficientes para reivindicar el film. Para poner fin al relato, Belle no puede evitar ceñirse a los procedimientos más adocenados que dieron origen al proyecto, a los finales felices y a las lágrimas de felicidad. Por el camino, sin embargo, habrá sembrado ciertos momentos que hacen pensar en una película diferente, unos pensamientos que inspiran.