Puede que Guardianes de la galaxia sea una de las películas más importantes hechas por Marvel hasta la fecha, en tanto que es el primer producto concebido específicamente para niños. Huyendo de las dosis de profundidad que parece necesitar el héroe contemporáneo para justificarse a sí mismo (un frente que, junto a muchos otros, había conseguido abrir Los vengadores de Joss Whedon), Marvel ha encontrado por fin una franquicia en la que el desenfado o la simpleza no constituyan signos de mediocridad, sino todo lo contrario: la materia elemental que se pone en juego aquí parece servir como reclamo de “aquel cine de antaño que ya no se hace”, aunque convendría volver a ese concepto más adelante para cuestionar sus verdaderas implicaciones.
Un cine donde el niño no esté simplemente invitado, sino que sea el auténtico protagonista, un concepto que hasta ahora parecía vivir en delicado equilibrio con el filme superheroico enfocado al espectador adulto, casi a modo de placer culpable. Guardianes de la galaxia adopta por fin el desenfado, la socarronería y la despreocupación como materiales propios del cómic para construir una ficción que quiere servir, definitivamente, como nueva referencia sobre la que imaginar el cine de consumo del futuro. Tender a una simpleza argumental mayor al tiempo que a un escenario cada vez más grandioso.
En ese sentido, conviene pararse a contemplar el diseño artístico del proyecto y el uso que se le termina dando a cada uno de esos lugares. Pareciera que Guardianes de la galaxia no pudiera permitirse un plano de situación con la sencillez como criterio. Toda transición a una nueva secuencia debe estar plagada de nuevos detalles, de ciudades inimaginables y de imágenes sorprendentes, pero en su afán por el espectáculo visual se olvida de ofrecer un contrapunto o, al menos, un sentido con el que la ampulosidad del diseño logre corresponderse con las necesidades de su argumento. En otras palabras, que todo sea descomunal es también una manera de conseguir que nada conmueva realmente.
Y no sólo habría que hablar de producto para niños en tanto que su relato es deliciosamente asumible, sino sobre todo por el destierro al que la película parece haber sometido a todo mecanismo puramente cinematográfico. Lejos de permitir un despliegue temático a la banda sonora, la película encuentra un motivo argumental con el que poder plagar el filme de música popular. Es la perfecta excusa para evitar esfuerzos derivados de asimilar música hecha para la imagen, y ofrecer en su lugar el espectáculo primitivo de ver cómo la propia película se adapta a temas musicales cuidadosamente escogidos. O, quizá en un elemento narrativo aún más importante, ver cómo la monumental pirotecnica parece no confiar nunca en sí misma: a cada escena narrada únicamente en poderosas imágenes le sigue una exaltación verbal de uno de los personajes explicando lo que acabamos de ver. Elementos narrativos que no van desapareciendo, sino que se renuncia directamente a ellos. Pero mientras cada una de esas escenas termine puntuada por un chiste con el que continuar empatizando con los protagonistas, la irresponsabilidad de esos mecanismos parece diluirse bajo una peligrosa permisividad, como si el filme terminase por confundir la pureza del entretenimiento con la inoperancia de las formas.
La historia como motor de la aventura continúa presente: el orbe que contiene un poder capaz de destruir el universo (el mundo a punto de desaparecer es la génesis de Marvel, donde no existen medias tintas), pero el foco permanece puesto en torno a presentar los rasgos de los personajes y disfrutar con la interacción entre ellos, llena de humor y de sana despreocupación. Su parentesco automático con el añorado cine de décadas pasadas, y que construyó la infancia de aquellos que ahora llenan las salas, conviene ser puesto al menos en duda, en tanto que aquella atribución puede cegar en demasía en torno a las verdaderas conquistas de la película. Guardianes de la galaxia puede sacar más de una sonrisa, pero los detalles de ella que nos recuerdan al cine con el que crecimos podrían llegar a disfrazar las limitaciones de sus auténticas conquistas.