El amanecer del planeta de los simios comienza y termina con un primer plano de su protagonista, César, no sólo como imagen icónica con la que emprender una poderosa campaña de marketing, sino para recordar quién es el punto de referencia y sobre quién gravita el peso de toda esta secuela. Conviene plantearse, a partir de ahí, la naturaleza de las subtramas que van surgiendo en la película con el deseo de trazar un único y complejo discurso: los simios no son siempre víctimas y los hombres no son siempre criminales. No somos tan diferentes como pudiera parecer.
Para que César llegue a entender esa naturaleza compleja de ambas especies, el film desarrolla un generoso arco argumental que pondrá el foco sobre nuevos personajes y nuevas situaciones con las que deberá lidiar el simio dominante hasta que la propia fábula construida alrededor de él termine por expulsarle del relato. Una incoherencia con la que resulta difícil reconciliarse. La situación desemboca en una guerra abierta entre ambos que, como todo gran conflicto, se fragua a partir de simples malentendidos.
Con el deseo de recordar la gravedad de los acontecimientos, la cámara vuelve siempre al rostro afectado de César, con el ceño fruncido, eterna víctima de un conflicto interior, como si al verse obligada al subrayado, a la condescendencia o a la simpleza del lenguaje por su condición popular la película supiera que ha perdido parte de su poder para sacudir conciencias. Resulta inevitable no sucumbir ante las maravillas que proporciona lo digital a la hora de hacer cercanos unos personajes hasta hace bien poco impensables. El número de simios con alma, rasgos distintivos, motivaciones, trasfondo y peso específico en la trama se ha vuelto abrumador, como se ha vuelto insalvable la fisura que agrietaba la primera entrega de la saga: aún a pesar de la presencia de Gary Oldman (a años luz de cualquier miembro del reparto de su antecesora), ninguna interpretación o conflicto de un personaje humano puede equipararse a la riqueza de discurso que porta cualquiera de los simios, todavía a caballo entre el actor y la animación por ordenador.
Lo que sí resulta imprescindible valorar es la capacidad para tensar las cuerdas de un delicado equilibrio a través del cual pueden entreverse las motivaciones de ambos bandos al tiempo que la necesidad dramática de cada uno de los personajes. Es lógico que ese esbozo argumental sea más certero en algunos personajes que en otros, dada la magnitud épica que propone el relato. En esa tensión, justo antes de que estalle el conflicto, quizás puedan encontrarse algunos de los mejores momentos de la película en el terreno argumental, mientras que el uso de las formas brilla especialmente en las secuencias bélicas (una cámara fija sobre un tanque para encontrar una forma única de escenificar la batalla, un empleo de la grúa que se acomode a los saltos entre niveles de los simios,
En ese sentido, El amanecer del planeta de los simios es un gran blockbuster precisamente por todo aquello que le aleja inequívocamente de esa condición, por el silencio que convive de manera valiente en el film cuando los personajes no utilizan su voz para comunicarse, por la complejidad del discurso que plantea o por su arrojo a la hora mostrar la cara no tan amable de ambas especies. Son las imposiciones del blockbuster las que invitan a cuestionar algunos de sus elementos, como esa banda sonora de un Michael Giacchino que se parece cada vez más a una imitación de los trabajos más anodinos de John Williams, su insistencia por el subrayado, su incapacidad para la síntesis, o el inequívoco esfuerzo de sus últimas secuencias por preparar el terreno para futuras secuelas. En ese aspecto, en el de esa costumbre de huir de toda responsabilidad de cierre, quizás haya que señalar una cierta inmadurez en el blockbuster contemporáneo que empaña las virtudes de la que pretendía ser la más inteligente película del verano.