El imaginario de Spike Jonze siempre se ha movido a caballo entre la imagen publicitaria y lo puramente cinematográfico. La estética del videoclip marcó a su generación de cineastas, y su cine nunca se ha despojado de ese aspecto visual desgastado y desencajado, buscando planos preciosistas en un caos estético
A pesar de haber gozado del favor de los que frecuentan las altas esferas del cine independiente, los resultados del director no siempre han sido brillantes, y ésta, su primera película sin la colaboración de Charlie Kaufman como guionista, resulta un fallido acercamiento infantil que toma un mensaje tan ambiguo como en última instancia descafeinado, incapaz de definirse.
La adaptación literaria de una novela engañosamente infantil, que aquí toma la, en apariencia, inocente forma de cuento, queda esbozada con trazo muy grueso para ilustrar un fresco y rabioso retrato de la infancia, que reivindica el placer del juego, el gozo de un sano caos momentáneo, la búsqueda de la diversión sencilla y los pequeños placeres.
Que el diseño y la ejecución del conjunto de monstruos queden supeditados a un estilo retro que recuerda a las marionetas de hace treinta años no dota de incredulidad al relato, sino todo lo contrario: lo sumerge en la imagen de un mundo paralelo que sólo tiene lugar en la imaginación del niño protagonista, un imaginario troquelado y artesano que se cimenta en los valores que abrazan la infancia y la amistad para construir una historia entrañable.
Lo que respira en la película de Spike Jonze es la enorme sensación de libertad, de la ausencia total de reglas, y aún así en ningún momento la ausencia del orden o la estabilidad. No hay caos alguno, sólo la plena libertad de ser quien quieras ser junto a las personas que te han aceptado y que también están en búsqueda de sí mismos.
Una libertad llena de rabia contenida, que evoca unas resonancias que convergen en ‘El Graduado’, aquella libertad rabiosa e ingobernable que dibujaban a un personaje lleno de valentía en un mundo lleno de miedos, una resonancia que encuentra aquí a un equivalente diminuto, un niño con deseos de reinar en un mundo olvidado tras sentir que ha perdido la corona en el mundo que por derecho le correspondía.
Lástima que el relato abierto de Jonze sea incapaz de encontrar nunca su público: demasiado infantil para el público adulto, demasiado aterradora para el público infantil. Lástima que tampoco sea capaz de definir con coherencia y decisión su mensaje: demasiado disperso, demasiado descafeinado, centrada siempre en la difícil tarea de mantener como real frente a los ojos del espectador un mundo imaginario construido a partir de unas pocas pinceladas.