Quizás pueda entenderse Cruce de caminos como una película en la que su auténtico protagonista no aparece en pantalla, por fin adulto, hasta veinte minutos antes de su conclusión. O, tal vez, pueda entenderse como una película con tres protagonistas, que va mutando ante nuestros ojos de manera imparable. Así es el cine de Derek Cianfrance, un cine que busca filmar el caos propio de la vida. Ambicioso, fallido desde su misma génesis en tanto que su construcción faraónica lo torna imposible, esquivo, íntimo y a la vez monumental.
Y en esa intimidad monumental, en ese imposible cruce entre lo íntimo y lo épico, se concibe un cine de aliento único. Cruce de caminos bucea en el pasado con la intención de entender el presente e intenta darse de bruces, continuamente, con esa profunda transformación que sólo pueden generar los inabarcables espacios temporales que proponen sus historias.
Cianfrance se enfrenta aquí con tres relatos diferentes que convergen en uno solo. Primero posa la mirada sobre un motorista que deambula por el país y que, al enterarse de la existencia de su hijo, decide que su único destino posible pasa por enriquecerse a través del robo y recuperar así a su familia. En un momento dado del relato, la cámara se aleja de allí y decide centrarse, de manera aparentemente azarosa, en un policía que persigue al motorista. Y cuando el paso del tiempo torna absurdas ambas historias, el relato aún continúa con los hijos de ambos, ya adolescentes. La película encuentra por fin lo que quería contar, dos horas más tarde.
La idea del guión es sublime, sólo que la representación de esos tres cuentos morales dista mucho de encontrarse al mismo nivel. La historia del policía, que destapa un caso de corrupción en el seno del cuerpo, no sólo tiene mucho que ver con lo que ya han hecho antes los directores de la generación de Cianfrance, sino que la representación de aquel escenario tiene más que ver con el drama televisivo que con esa épica buscada. Soluciones del todo fáciles y estereotipos propios del peor cine negro para un guión que, sin embargo, en su estructura busca la excelencia absoluta.
Lo mismo podría decirse de esa tercera parte en la que los jóvenes toman el relevo, quizás la más importante sobre el papel pero filmada con igual desidia y resuelta con discutible inspiración. El asombro viene más por el golpe de efecto que persigue el guión –y que vertebra todo el proyecto- que de la propia manera de afrontar ese fragmento de la trama.
Esa sensación de inoperancia narrativa viene fortalecida por la comparación con la contundente apariencia del primer tramo de la película, la protagonizada por un motorista sin esperanzas interpretado por un eléctrico Ryan Gosling. Instantes con auténtica identidad propia. La simple historia de un hombre sin futuro que encuentra en su hijo la oportunidad de salvarse a sí mismo puede ser mucho más emocionante que todo el dispositivo montado posteriormente, cuando aquel personaje ya ha desaparecido de la película. Pero así es el cine de Derek Cianfrance, repleto de excesos, de aristas y de argumentos imposibles para encontrar la importancia de conocer quiénes somos. El autor sigue concibiendo grandes ideas en su escritura que no sabe abarcar como realizador. Quizá este impulso creativo, que luego se autodestruye a sí mismo, sea también la única forma de encontrar, por el camino, los pequeños destellos que dan forma al mejor cine contemporáneo.