Podría trazarse una radiografía de la condición humana en el siglo XXI a través del cine de Ulrich Seidl. Partir de unas simples, anodinas vacaciones de una mujer de mediana edad para tejer todo un microcosmos de relaciones interpersonales, millares de anhelos y pasiones que se entrecruzan a través del caos cotidiano.
Pero no se trata de un caos que domine la puesta en escena y convierta el relato en una alucinada travesía adolescente. Seidl filma el mundo de manera contenida, como si presenciara un instante de realidad. Busca la vocación documental de sus imágenes porque tal vez, sólo tal vez, si su cine respira un aire mundano y se aleja de toda solemnidad estética pueda llegar hasta nosotros a través de una particular e inusual cercanía. El turismo sexual visto como algo peligrosamente cercano, a través de una ingenuidad que desdibuja los límites morales de ese descenso a los infiernos disfrazado de inofensiva experiencia turística.
El uso de la steadycam y el gran angular a través de tomas largas que se desplazan junto con el sujeto protagonista remiten a la actitud contemplativa del Malick de El árbol de la vida, aunque aquí pueden percibirse intenciones totalmente contrarias. Si el realizador americano usaba ese concepto de cámara flotante como visión omnisciente para manifestar la belleza del mundo que rodea a sus personajes, el director austriaco se sirve de esa misma gramática para componer un marco en el que poder estudiar las relaciones entre sus personajes. Casi podría decirse que el plano se convierte en una celda para ratones, incluso cuando la historia nos lleve a una inabarcable playa en las cosas de Kenia. El plano convertido en improvisado marco de estudio para presenciar cómo la insatisfacción se vuelve desesperanza.
Hay tanta ironía como tragedia en cualquier secuencia de Seidl. El humor no está presente para convertir en simple sátira la representación de lo real, sino más bien para endulzar la crudeza de las situaciones que plantea a partir de una inquietante naturalidad. El filme comienza junto al puesto de trabajo de la mujer, que ocupa no sin cierta desidia, para continuar siguiendo al personaje a través de unas vacaciones en las que estallan sus frustraciones y anhelos, todas sus llamadas de auxilio. Trabajar en oficios no deseados para realizar un viaje anual en el que desembocar todas nuestras frustraciones. Vivir sin amor en un mecanismo de producción para poder viajar a un lugar en el que el amor también se pueda comprar con dinero. En esa desesperanzada descripción de la sociedad del presente radica la auténtica crudeza de Seidl, no tanto en sus imágenes como en la filosofía de sus descarnados planteamientos.
Conviene poner en situación una película que nace de una filmación mucho más compleja y que ha sido transformada en una obra independiente. Afirma el realizador que su intención no era otra que la de conjuntar tres historias diferentes a partir de tres mujeres relacionadas entre sí. La dura labor de montaje ha convertido el material filmado en una trilogía y, como tal, es importante entender Paraíso: Amor como la primera pieza de un conjunto mayor. Una necesaria toma de perspectiva para poder advertir las conquistas de este ambicioso tapiz artístico. En él, Seidl observa a sus criaturas sin juzgarlas. Son los actos los que hablan. La disposición del autor por comprender a sus personajes parece eximirles de todo pecado. Aún inmersa en una dolorosa intimidad ajena, la cámara de Paraíso: Amor parece mirar hacia otra parte. Como si estuviera buscando respuestas.