A la hora de hablar de una película que trata un tema como este, el de las falsas acusaciones de pederastia a un profesor en el seno de una guardería, y sobre cómo esa mentira se extiende hasta convertir en mártir a aquel que ha sido acusado por error, es difícil no evocar la presencia de La Calumnia (William Wyler, 1961).
Si bien la naturaleza de las acusaciones era muy diferente, el contexto escolar, la manera en la que ambas germinan y la forma en que se extienden las emparentan de modo irremediable. De hecho, la comparación entre ambas no se limita a ser un mero ejercicio de simple memoria cinéfila, sino que el reflejo de aquella película en esta, cincuenta años más joven, ayuda a entender la pobreza de sus engañosas virtudes.
Puede que la mayor de las grietas que evidencian la impostura sobre la que está construida La caza sea, precisamente, que si bien en La Calumnia la omnipresencia de aquella mentira terminaba por transformar la verdad de las propias víctimas, derruir sus convicciones e incluso llegar a autoconvencerse de la legitimidad de aquella falsa acusación hasta el punto de cuestionarse su verdadera existencia, en La caza no hay ni un solo conflicto moral. La película tiene una sola dimensión y en ella el espectador está resguardado en todo momento tras el infranqueable muro de lo explícito: Lucas es y seguirá siendo inocente de los abusos que se le achacan.
Mirar la película bajo esa distancia y tras esa protección de lo sobreentendido, lo cual elimina toda posibilidad de cuestionar la mirada del público, hace que La caza sólo busque el favor de la audiencia a través de un drama humano en el que no existe debate posible. El viaje emocional que se propone aquí no tiene nada que ver con el dolor de tener que enfrentarse a una injusticia real, ni siquiera con el aparente retrato de una comunidad que se ha lanzado a condenar al acusado mucho antes de poder demostrar su culpa.
El único reclamo en esta película, por tanto, es la explotación del recurso fácil de ver sufrir a un hombre por un crimen que no ha cometido. En ese sentido, el mayor peligro del espectador que se enfrente a La caza es el de considerarla una película maravillosa por el simple hecho de haberse colocado en la misma posición ideológica y moral de quien observa, justo de aquel al que se le impide juzgar, cuando en realidad su capacidad discursiva se limita al retrato bienintencionado de un héroe que lucha continuamente por su dignidad.
La sobriedad de Thomas Vinterberg en la dirección se revela de manera progresiva como algo diferente, que no es otra cosa que una manifiesta incapacidad narrativa para escapar del subrayado continuo, hasta el punto de casi convertir la representación del relato en el más convencional de los telefilmes de no ser por la enérgica interpretación de Mads Mikkelsen, que reivindica aquí sus facultades para adueñarse de papeles protagonistas de altos vuelos.
Pero no es ese el mayor pecado de Vinterberg como narrador, sino el hecho de que no tenga ningún reparo en servirse de recursos emocionales tramposos para denunciar la manera en que toda una comunidad responde a una mentira como si se tratase de una verdad incuestionable. El realizador ha utilizado lo mismo que critica en su película para poder confraternizar con la audiencia. Basta fijarse, como tosco ejemplo, en el entrañable trato que se le ofrece a Fanny, la perrita del protagonista, y pensar en qué sentido tiene el destino que le aguarda unas escenas más tarde.
La caza necesita expulsar a su protagonista del relato durante un breve paréntesis para poner en orden la impostora estructura de un relato que también expulsa al espectador de todo conflicto. Lo importante es sufrir tanto como el héroe. En la escena que sirve de epílogo, Vinterberg intenta dotar a la película de una ambigüedad y un simbolismo de los que el resto del filme carece. Una muestra más de que el realizador danés ha vuelto a apoyarse sobre el elegante juego de las apariencias, en lugar de atreverse a un auténtico compromiso con lo real.