Puede sorprender que un veterano y célebre actor de Hollywood como Dustin Hoffman haya escogido un material como este para rodar la que es su primera película como director, en apariencia ajeno a todo aquello que intenta contar. Sorprende aún más reconocer en ella un planteamiento visual alejado de toda pretensión o exhibicionismo, teniendo en cuenta las obras que ha perpetrado otros famosos actores de la industria en su coqueteo posterior con la dirección.
Pero al penetrar en El cuarteto, en esa historia sobre una residencia de ancianos para profesionales retirados del mundo de la música clásica, pueden advertirse ciertas analogías con el frívolo mundo del divo que pueden extrapolarse a cualquier disciplina artística y tal vez sea ese el discurso que ha interesado al realizador novel. Después de las grandes giras y de los grandes éxitos internacionales, después de llegar a la cima de la profesión, al final del camino sólo quedan los sentimientos vividos. Los triunfos se olvidan. La lucha por volver a ser lo que uno fue queda como pura cuestión de ego y de rechazo de la vejez pero, en el fondo, la auténtica batalla se libra tratando de poner en orden recuerdos y vivencias hasta conseguir quedar en paz con todos ellos.
Puede que sea ese el texto que subyace en El cuarteto, esta edulcorada historia sobre la ancianidad tratada no como un final sino como parte importante del trayecto vital, rodada a la inglesa seguramente porque más de un producto televisivo haya conquistado a Hoffman en su manera de concebir la representación de su historia. Una suntuosa mansión de hermosos alrededores, amplios decorados, especial esfuerzo en el diseño de vestuario, un sentido del humor que absorbe todas y cada una de las historias… En fin, el conjunto completo de conocidos elementos para contentar a aquel público de la tercera edad que se acerque a la película. Es un filme hecho por y para ellos que, sin embargo, no se entrega nunca a la fácil condescendencia, sino que plantea interesantes preguntas sin abandonar su tono displicente.
Como en el resto de este tipo de películas, casi importa más el regocijo en su ambientación que el previsible desarrollo de sus tramas argumentales. En otras palabras, vale más la pena preocuparse en disfrutar de aquellos objetos y vestidos que aparecen en pantalla, participar de su inofensivo sentido del humor, que lanzarse a condenar con facilidad a unos personajes construidos alrededor de frágiles arquetipos. La honestidad y sencillez de la dirección, y de la manera de mostrarlos, es lo que los redime. No hay intención aleccionadora, no hay abuso falaz de las emociones, sólo el deseo latente de contar una historia lo mejor posible. Y en ese campo, la cámara controlada por Dustin Hoffman se mueve buscando siempre dónde está el mejor momento del relato, y no para una estéril reafirmación de sus propias capacidades. He ahí que su película, aún siendo presa de lo convencional, se convierta en algo rescatable.
La relación de la película con la música se convierte en pretexto, en mero disfraz, en un simple adorno. En uno de sus diálogos, uno de los protagonistas afirma que “Verdi es el mejor compositor para la voz humana que ha dado la historia de la música”. Puede que sea cierto, aunque la única certeza es la lástima de comprobar que la película no se preocupe en explorar esa supuesta verdad. Quizás una relación más directa entre los personajes y ese arte hubiese dado lugar a una mejor película, cuando menos más interesante, pero también con un discurso menos universal. El cuarteto disfraza de falsa función musical los conflictos que generan los egos desmedidos y la terrible poca importancia del triunfo de la individualidad como éxtasis de la profesión, en cualquier ámbito. Hoffman traslada ese discurso a su propia labor como director.
Puede que la habilidad del cuarteto actoral que encarna a los principales personajes del relato para hacer creíbles a sus creaciones sea el elemento definitivo que dignifique la película. Nada puede compensar, sin embargo, un argumento tan endeble como bienintencionado. Puede que, en última instancia, ese haya sido el detalle que convenciese a Dustin Hoffman para rodar la película: la evidente falta de autoexigencia. Tal y como ocurría en el Rigoletto de Verdi, el drama se disfraza aquí de personajes risueños y caricaturescos. Su mensaje, sin embargo, está lejos de la hondura de aquel. Puede que la comparación imposible, el uso ligero que se hace de la profunda obra del maestro italiano para narrar un relato intrascendente, sea aquello que desafortunadamente convierte a El cuarteto en una pieza inofensiva.