Abrazamos cada año un filme independiente como símbolo de un cine que pueda sobrevivir a la decadencia creativa de los grandes estudios, que no esté obligado a los finales felices, a las imágenes brillantes o a los continuos subrayados. Películas que continúen sorprendiéndonos en tanto que se alejan de lo convencional. Y en los años en los que el cine americano no nos ofrece una de esas películas, esas que dan un golpe sobre la mesa de manera rotunda al cine de fórmula, entonces forzamos la búsqueda de un título que se adapte a ese patrón y que recoja el testigo como manera de seguir creyendo. En ocasiones, ese patrón puede resultar discutible.
La ironía sobre la cual ha sido concebida Bestias del sur salvaje es que utiliza todos los tópicos del mal llamado cine independiente para construir una película que intenta alejarse de todo convencionalismo. Música de ánimo contagioso compuesta para pequeña orquesta, espíritu rebelde, localizaciones sugerentes, surrealismo impostado, estilos de vida alternativos y una voz en off omnipresente y empeñada en hacer sentir al espectador todas aquellas sensaciones que el filme no es capaz de transmitir a través de las imágenes. El resultado está más próximo a las conquistas emocionales que consigue un buen anuncio televisivo que a Donde viven los monstruos (Spike Jonze, 2009), el último milagro que haya dado el cine de espíritu similar, una película que no necesitaba el beneplácito del público ni los continuos subrayados verbales para construirse a sí misma.
En el fondo, Bestias del sur salvaje no es otra cosa que una revisión del cortometraje de Ben Zeitlin, Glory at sea (2008), a través de la obra de Lucy Alibar bajo la forma del largometraje y, eso sí, con una niña como protagonista que invita a pensar en falsos alientos poéticos y en una inevitable vocación comercial. El espíritu del sur estadounidense bajo una mirada post Katrina. La película toma prestado el cortometraje como punto de partida para construir el mito, la fantasía onírica, el mensaje inspirador. Pero las conquistas de Bestias del sur salvaje son las que ya contenía Glory at sea. En ese sentido, el único valor añadido de la cinta es esa fotografía preciosista y complaciente que adorna el relato bajo una nueva plasticidad.
¿Puede considerarse la dirección del debutante Ben Zeitlin como uno de los mejores momentos del cine de 2012? Es una indiscutible buena noticia que el cine haya encontrado a un nuevo amante, a un artista que filme con tan abnegada pasión y con el deseo de alejarse de lo preestablecido. Su sola presencia en un presente artístico desdibujado ya resulta inspiradora. La construcción de su primera película, sin embargo, está lejos de lo que el realizador puede llegar a ser. Ni una sola de sus imágenes cuenta con auténtico poder comunicante. Lo literario siempre le gana la partida, y esa incapacidad como cineasta arrastra la película a una colección de lugares comunes en torno a las frases bonitas y a la continua explicación tanto de lo que se muestra como de lo que ha ocurrido en el pasado. Palabras que parecen embellecerse aún más al ser la entrañable voz de la niña quien las recita.
Es posible que si Zeitlin se viera abrumado por el éxito de su ópera prima bien podría arrastrar su futura filmografía a las bahías del cine condescendiente disfrazado bajo una estética en apariencia transgresora. Un cine peligroso. El metraje final de Bestias del sur salvaje bien puede contentar a quien esté habituado al lenguaje televisivo, como si se tratara de una serie de televisión que, además, contase con el valor añadido de estar filmada en espacios abiertos. O a quien disfrute viendo aquellos anuncios publicitarios que trascienden el medio y se convierten en auténticos eventos para la cultura popular.
Se trata de un cine convertido con el tiempo en una peligrosa trampa, esa que escoge como víctimas a los espectadores deseosos de encontrarse frente a un mundo nuevo. Espectadores que renuncian a los elementos convencionales propios del cine comercial, pero que terminan abrazando productos como este, los que gritan a los cuatro vientos sus deseos de rebeldía con más pasión que coherencia, pero que terminan utilizando, torpemente, esos mismos elementos típicos del cine adocenado para llegar hasta su público. Como en ese travelling final con el que se cierra el relato, en el que el hombre se atreve a plantarle cara a la vida, la película invita al espectador a participar en una fábula que, ante su incapacidad para conmover, se aferra a aquellos tópicos que fuerzan la emoción impostada. Bestias del sur salvaje navega en ese mar de incoherencias.