Dredd no es un hombre. Es el símbolo de una causa perdida, el de la justicia en un mundo devastado. Como tal, no teme a las limitaciones físicas que imponen los cuerpos, y tiene una fe inquebrantable en su ley, que se empeña en defender como una utopía destinada a no ver jamás la luz. Por eso no es tanto un cuerpo como un simple uniforme. Y su rostro no existe, cubierto siempre por un casco. Su única identidad es la del juez, no existe la persona, ni el trasfondo. No es un personaje. No es un hombre. Es un símbolo.
Por esa razón, resulta muy curioso el hecho de que el cómic haya logrado llegar a su representación cinematográfica en dos ocasiones. En la primera, Silvester Stallone se quitaba el casco a los cinco minutos de metraje. El único motivo por el que se había puesto en pie el proyecto del superhéroe británico era por suponer el enésimo escenario de acción para el lucimiento personal del actor. Lejos de su diseño de producción, aquel Juez Dredd tenía poco que ver con el material del cual provenía.
Y esta segunda aproximación revela que, por mucho que el proyecto intente ser fiel a su punto de partida, parece casi imposible sortear la barrera de lo mediocre que impone la estética ciber-punk trasnochada y la representación distópica del futuro que aparecen en el relato original. En otras palabras, es imposible no concebir una película del Juez Dredd sin pasar por el filtro de la serie B. Un superhéroe sin apenas trasfondo, con métodos poco sofisticados para eliminar a los criminales, escenarios grotescos y argumentos macabros. Todo parece acotar sus posibilidades a una representación muy concreta que se aleja en demasía de los supuestos elementos que conforman un filme ejemplar.
Conviene pues, desde el principio, entender que el Dredd de Pete Travis no es una película de altos vuelos, pero su mayor virtud reside en que nunca pretende serlo. Dredd es consciente de su condición desde su descafeinado prólogo hasta el epílogo que repite las mismas constantes de su presentación. Entre medias se nos ofrece una muy interesante película de género que contiene más virtudes de las que un cinéfilo se atrevería a reconocer. En parte porque es fácil juzgar la película a la ligera con tan solo un vistazo: no hay ni en su dirección artística, ni en su diseño ni en sus efectos especiales un solo atisbo de belleza ni originalidad. Todo es oscuro y funcional, cubierto por muros sin personalidad alguna. Una estética desagradable, que invita a abandonarse a una valoración de la película como un proyecto mediocre.
Si uno logra mirar más allá de ese limitado planteamiento visual que se ve mutilado por las escasas posibilidades de un relato original al que intenta ceñirse de manera loable, encontramos un filme superior a los de su condición. El Juez Dredd y una novata a la que intenta instruir se introducen en un rascacielos que se convierte en trampa mortal cuando los criminales blindan el edificio desde el interior como si de una fortaleza infernal se tratase. Una película de acción en la que lo único que debería importar son el número de disparos y el tamaño de las explosiones de repente lucha por centrarse, con pulso firme, en construir una tensión generada por el camino silencioso por largos pasillos y en donde es más valiosa la inteligencia que la fuerza bruta.
En eso Pete Travis acierta con holgura. Sabe que si su película se convierte en un mata-mata sin atisbo alguno de dignidad su trabajo será con facilidad el hazmerreír de la industria. Pero de sus trabajos posteriores, aún escasos, pueden extraerse algunas constantes que defienden su intervención aquí. Cierto sabor inteligente en proyectos del todo indignos, películas menores que intentan al menos ofrecer un guiño de calidad al espectador. En ese sentido, Dredd encuentra un triunfo nada menor: el de devolverle la dignidad a un terreno cinematográfico largamente vilipendiado, de cómo una película de acción puede levantar la mirada por un segundo y reivindicar su derecho a tener la acción como única protagonista, pero esta vez otorgándole un necesario sentido que pasa por dejarla en un segundo plano cuando el combate psicológico entra en juego.
Porque después de todo la película es un reto de resistencia mental, de autocontrol, no solamente un crudo ejercicio de supervivencia. Una partida de ajedrez con desenlace fatal. El realizador encuentra la salvación divina para su propuesta estética en el guión de Alex Garland, que introduce una droga que paraliza el tiempo y aquello parece legitimar un festival de bullet-time que campe a sus anchas a lo largo del metraje.
Resulta reseñable que Karl Urban se prestara a protagonizar la película cuando el Juez Dredd no se quita su casco en ningún momento, tal y como ocurre en la historia original. Su rostro es un misterio, es el rostro de la ley. Urban únicamente puede ofrecer un amplio repertorio de muecas a través de una boca, la zona descubierta, que se convierte en su única oportunidad como recurso gestual. Conviene señalar, sin embargo, la presencia de Olivia Thirlby, que además de defender su papel como juez novata sustentada en una magnética presencia en pantalla, funciona como encantador contrapunto a todo cuanto tiene lugar a su alrededor. Interpretando a una mutante rechazada por la opinión pública representa, irónicamente, la humanidad que aún respira en el planeta. Nada hay agradable en la cinta salvo el rostro descubierto de la joven actriz, convertida en innegociable refugio para el espectador.
Si la serie B intenta encontrar una película abanderada que la represente y la colme de dignidad, sin duda tiene en Dredd una de esas cintas capaces de devolver la fe en el género. El filme encuentra siempre la manera de mantener la cabeza alta. Allá donde Stallone edificaba la impostura para luego huir de ella, esta nueva versión no sólo se adentra en las llamas de lo grotesco, sino que sabe sortearlas. Su gran conquista es la de haber salido con vida de un material en apariencia imposible de adaptar.