No se equivocan aquellos que afirman que, de permitírselo, Raúl Ruiz nos contaría el origen del universo. Mostraría la vida de cada ser humano hasta llegar al principio de los principios para volver a empezar. Según sus propias palabras, cree en la estructura del folletín como objeto cinematográfico de valor no tanto porque sienta la necesidad de acercarse al melodrama o a la novela rosa de proporciones descomunales para narrar sus historias, sino porque tiene una fe ciega en “las interminables colecciones de infortunios que desembocan en un milagro”.
Misterios de Lisboa empieza contando la historia de un niño, pero pronto se pierde de manera apasionada en el relato de su madre. Y mientras lo hace, vuelve la mirada hacia el sacerdote que los protege. Y a partir de él, se aferra a la tragedia de otro hombre que también acude al resguardo del cura. Es tentador comparar esta estructura con el funcionamiento de unas muñecas rusas, solo que aquí cada capítulo nuevo es mayor que el anterior, y no al revés. Porque a Ruiz le interesa el relato, desde luego, pero por encima de todo le fascina la pasión del ser humano por conocer el desenlace de una nueva historia, por mucho que esté todavía intrigado por la resolución de un capítulo anterior.
Es así como Misterios de Lisboa consigue poner en pie, como ninguna otra película, el espíritu de una época al completo, de un lugar, un tapiz histórico de inaudita profundidad al mismo tiempo que un estudio intenso sobre un apasionante grupo de personajes con el travelling como instrumento para enlazar sus historias. El travelling que atraviesa paredes y habitaciones para recordarnos que todo permanece conectado entre sí y que, aunque no lo parezca, todo forma parte del mismo mito. La colección de relatos conforma el misterio, el cuento absoluto, la historia definitiva.
La planificación de Raúl Ruiz como director resulta aquí absolutamente referencial. Dado que se trata también de su obra de mayores pretensiones, es al mismo tiempo un testamente fílmico de valor incalculable. Las decisiones en los encuadres, en los movimientos de cámara y en los tempos que manejan las secuencias convierten una simple escena de interior en una epopeya que, adecuado a sus proporciones minúsculas, conforma una película en sí misma. Las tomas de un solo plano, largas y continuadas, permiten apreciar la exquisita gramática de esos movimientos, paladear la belleza del idioma portugués, la relación entre personaje y espacio, entre historia y lugar.
Ver el filme de Raúl Ruiz en cualquiera de sus ediciones, ya sea la edición televisiva de seis horas de duración o el montaje cinematográfico que llega a las cuatro, suponen una experiencia de aprendizaje continua e intensa. En la forma de presentar a sus personajes, en la manera de tratarlos, en la manera de filmar interiores y evitar que una larga escena en una habitación cerrada genere cualquier atisbo de claustrofobia, en la forma de enlazar un relato con otro y en la manera de volver a ellos constantemente entretejiendo una relación orgánica entre todo cuanto ocurre en la pantalla.
Misterios de Lisboa atesora el milagro de contener en sí un pedazo de realidad, como si la experiencia cinematográfica permitiese mirar por el ojo de la cerradura de un tiempo pasado. El misterio es el camino que toma el amor, imposible de prever. El misterio del embrujo del lenguaje, de la interpretación del actor que casi transmuta en el personaje, de la épica y el heroísmo que nacen de la compasión por el semejante y son transformados en simple humanidad, el misterio de enfrentarnos a una obra que nos supera, tanto en tiempo como en las dimensiones que comporta.
Si nos encontramos frente a la primera película referencial de la década no es tanto porque condense los triunfos de los filmes que abarca su género y los haga palidecer frente a sus nuevos y definitivos hallazgos sino porque, en lo más profundo, la obra de Raúl Ruiz abre los ojos hacia las infinitas formas de hacer cine, dinamita las reglas convencionales del melodrama y propone las soluciones de un maestro que conoce bien la manera en la que el cine puede reinventarse con cada película. Una película imperecedera, monumento tan inspirador para los cineastas como para ese espectador que busca enriquecerse con algo nuevo sin sentir que la tradición quede abandonada por el deseo único y aislado de diferenciarse. Un relato clásico en apariencia que no lo es en absoluto.
El cine del autor está poblado por fantasmas. En ellos descansa el peso de lo histórico frente a las pasiones de sus personajes, que se sienten como reales y parecen tan vivos y complejos como nosotros. Sus historias personales están llenas de heroísmo, pero también de la pulsión romántica que mueve todo el relato y que impulsa a ese heroísmo desmedido que termina por fabricar el mito. Cuesta pensar en ella como una película redonda: su duración resulta agotadora, sus dimensiones son casi inabarcables y verla es también una prueba de resistencia. Y, sin embargo, al mismo tiempo es imposible no pensar en ella como en un pequeño milagro. El milagro que buscaba su director, y que acaba encontrando.