Todos vivimos nuestra infancia acompañados de un juguete especial. Si Seth MacFarlane representa la niñez a través de un oso de peluche es porque sabe que, por encima de los recuerdos, de las fotografías o de los vídeos caseros, el único resquicio tangible de nuestros primeros años termina siendo ese juguete que sobrevive en un rincón de la habitación y que acaba condensando todas aquellas experiencias.
Pero no es este un relato sobre la niñez, a pesar de su entrañable prólogo. Se trata de la enésima comedia en torno a la imposibilidad de dar el salto a la edad adulta. Comedia gamberra, que dirán algunos, pero en el fondo lo políticamente incorrecto y lo trasgresor parecen protagonizar el cuento de manera impostada, como si MacFarlane estuviera obligado a utilizar siempre ese tono para justificar su fama o, más aún, para garantizar el éxito de su primera película plegándose a los contenidos de los que ya se servía en sus célebres dibujos animados.
El oso cobra vida propia y forma su propia personalidad. Convivir con el lado infantil que aún queda de nosotros a veces resulta difícil y la comedia lo materializa en un muñeco hedonista que nos impide cumplir con las responsabilidades de la madurez. El discurso va importando cada vez menos conforme avanza el relato hasta que importan más las bromas desplegadas.
En el fondo, Ted está muy cómoda sirviéndose de una estructura muy simple para poder construir sus pequeños gags. Lo que importan son esos fogonazos de humor que no miden nunca su alcance, a quién ofenden o a quién lanzan un zarpazo, qué sensibilidad hieren o las preocupaciones morales de sus comentarios. Humor sin decoro, la reivindicación al abandono de los prejuicios y las medidas para reír sin temor alguno, de todo y de todos. Es irónico que todo parezca valer para provocar la carcajada sin medida y que, al mismo tiempo, la película no se atreva a salir nunca del armazón argumental convencional de la película de género.
El filme le debe mucho a su divertido guión, pues poco o nada tienen que hacer sus actores en una película donde el único encanto viene de su originalidad del planteamiento y de un personaje recreado de manera digital. Ya ha quedado patente la incapacidad de Mark Whalberg para construir personajes creíbles, por mucho que Martin Scorsese obrara el milagro en un trabajo que, a tenor del resto de la carrera del actor, resulta encomiable. Su falta de expresividad, sus gestos repetitivos y rutinarios y, en fin, su interpretación descafeinada restan muchos puntos a una película destinada a sostenerse por sí misma a través de su clima humorístico y su piloto automático argumental.
Tampoco Mila Kunis se salva, aunque la película le dedique no pocos momentos de lucimiento. Su personaje está diseñado para desplegar todos sus encantos y engrandecer un poco más la discutible condición de sex symbol que algunos quieren otorgarle. Bajo su generosa y permanente sombra de ojos se oculta una chica con un talento interpretativo cercano al de su compañero de reparto. MacFarlane lo sabe y por eso apenas deja espacio para ambos actores. Siempre aparecerán acompañados de otros compañeros, o sus escenas juntos serán lo más breves posibles. Por el camino, el director plantea todo un homenaje al espíritu de los años ochenta que se materializa aquí en la presencia reiterada de las menciones a Flash Gordon.
Lo más hermoso de Ted no es la ausencia del temor a bromear sobre cualquier tema abiertamente, no es el homenaje a los años ochenta ni la historia sobre la madurez o el vínculo con la infancia. Cuando John Bennett cree haber perdido para siempre a su oso de peluche, se puede escuchar un trueno a lo lejos resonando en la ventana. En otras circunstancias Bennett se hubiera asustado y hubiese cantado junto a Ted una canción para perder el miedo. Pero, en ese momento, el trueno ni siquiera le inmuta. Ha perdido a su amigo de la infancia y ya nada importa. No pierde el miedo, sino el deseo de exteriorizarlo. La película finalmente revela aquello de lo que quiere hablar. No se trata de la infancia, de los años ochenta, de madurar o de aprender a amar, sino de hablar de amistad. Porque pocas cosas tienen sentido si no pueden compartirse.