En el comienzo, una casa destruida por el paso de la guerra mundial. Y tras un largo travelling, una mujer en la ventana. Las ruinas de la memoria. El largo preparativo hacia el suicidio. Y mientras, Samuel Barber. Segundo movimiento del Concierto para Violín. Andante, que suena aquí como un Réquiem. Pero decir “mientras” puede sonar equívoco. El movimiento lento del concierto de Barber no suena “mientras”, sino que es el auténtico narrador. Música e imagen se unen y dejan de llamarse por el nombre que antes tenían por separado para volverse por completo cine, una sola identidad indisoluble que habla de la sabiduría, la elegancia y el conocimiento con los que Terence Davies maneja la banda sonora de sus películas.
Aquellos diez primeros minutos son tan conmovedores como maestros, portentoso preludio de la clase cinematográfica a la que se asistirá desde entonces. Y lo son no sólo por la contención ejemplar y la inspirada capacidad creativa de su director, o por una labor de fotografía prodigiosa, sino sobre todo por una actriz entregada por completo a su personaje. En los ojos de Rachel Weisz pueden hallarse las claves de una película aparentemente estática que atesora en su interior una fuerza arrolladora: la irracionalidad a la que nos lleva el sentimiento amoroso, su apasionada pureza y su entrega sincera, desesperada e incondicional.
Los ojos de Rachel Weisz mirando al ser amado, una mezcla de admiración y devoción profunda, que anuncia cómo cualquier sacrificio resultará insignificante con tal de hacerlo posible, de hacerlo tangible. Los ojos de Rachel Weisz mientras vive con indiferencia su relación conyugal. Cuando toda una película puede explicarse con el rostro de una actriz es difícil negar la imperiosa belleza de lo filmado, su valentía, su ausencia de palabras, su importancia como documento fílmico y como testimonio ejemplar de una interpretación soberbia.
Al mismo tiempo, Davies coloca siempre la cámara con el fin de obtener el máximo partido de las interpretaciones de sus actores, a la vez que no renuncia nunca a su sentido narrativo. En ese sentido, la puesta en escena de The deep blue sea es uno de los pocos ejemplos del cine contemporáneo de cómo la filmación de los primeros planos puede tener, en todo momento, un sentido profundo. Todos estamos solos, y la manera más sencilla (y difícil) de representarlo es a través del plano cerrado, del individuo en solitario, del rostro cercano huérfano de toda protección. No es nunca comparable con la inexistencia de una puesta en escena propia de la televisión en la que el primer plano constante permite difuminar los alrededores, sino de hacer latente la extrema indefensión en la que se encuentran estos personajes.
Es sorprendente comprobar, a pesar del tono displicente con el que se desarrolla la película, casi al ritmo al que se consume el cigarro de su protagonista, que la tensión del plano y de la propia historia nunca desaparece. Es el resultado de haber retratado, con éxito, la doble dimensión entre las apariencias de una vida social reluciente frente a los verdaderos sentimientos que tienen lugar en nuestro interior.
La película no puede desvincularse nunca del todo de ese material teatral del que proviene su relato, y en ese sentido hay ciertas escenas, como la que tiene lugar en el museo, que olvidan la plasticidad y el sentido de lo cinematográfico para recuperarlo más tarde a través de brillantes decisiones. Película anclada en el ejercicio constante de la memoria, en un (nuevamente) ejemplar uso del flashback en el cine, donde los recuerdos chocan con la furia inquebrantable de un presente hostil, contra el que resulta imposible lidiar.
The deep blue sea cuenta la historia de una mujer, y a través de ella habla de tres tipos de amor muy diferentes. Pero más allá de aquel relato, el film de Terence Davies sabe hablar de algo mucho más profundo e importante. Se trata de la esencia de la vida captada a través de sutiles, displicentes, eternos y aletargados gestos. Cantar una canción alrededor de una mesa o bailarla en la esquina de un bar bien puede resumir toda una vida. De eso habla realmente esta película, de cómo un momento puede contener el mundo, de la dificultad de filmarlo y de cómo el resto puede dejar de importar si se consigue atesorar ese milagroso gesto cinematográfico.
De eso habla The deep blue sea. Indaga en las pasiones, en el peligroso y verdadero sentido del amor absoluto, amor incondicional y entregado, y se atreve también a regalar, por el camino, a un bello y doliente personaje, encarnado en el marido de la mujer protagonista, que es también interpretado con abnegada pasión. Qué difícil resulta ser civilizado cuando uno ama y no es correspondido, y qué bien queda retratada aquí esa complejidad del ser humano para lidiar con sus conflictos sentimentales.
¿Es este el “clásico” melodrama inglés? ¿Se puede hacer cine clásico en el presente, o este filme habla de otra cosa? Es muy probable que lo que ocurre aquí sea la utilización de procedimientos propios del cine clásico para concebir una película atemporal y, al mismo tiempo, absolutamente contemporánea. El dominio del tempo narrativo, de la tensión cinematográfica cuando se está contando algo mil veces visto, y la incuestionable belleza poética de cada una de sus imágenes son los triunfos de la película de Terence Davies. En la absoluta independencia de un cine con identidad propia, dotado de una insobornable personalidad, descansan los cimientos de una película contemporánea destinada a sobrevivir a todas las épocas.