Para situar correctamente este producto como espectador, conviene tener presente que Sony Pictures se lanza a la producción de esta nueva versión de Spiderman, en colaboración con Columbia, con el objetivo de evitar la pérdida de los derechos sobre el personaje frente a Marvel, lo cual evidencia las intenciones reales en torno a resucitar una franquicia superheroica que ya vivió una trilogía que no ha cumplido aún su década de vida.
En ese sentido, la película supone una actualización de los elementos ya conjugados en la anterior saga del sobrevalorado Sam Raimi, puliendo los antiguos errores y encontrando a su paso algunos nuevos, y puede que ese sea el mayor error de la cinta: convertirse en la simple actualización de una película que ya de por sí era fallida, por mucho que se convirtiera en el referente inexplicable del cine de superhéroes para muchos aficionados.
Comparar esta con aquella para demostrar que la nueva versión es un gran film se revela como el primero de los errores al aproximarse a la película de Marc Webb. Si se trata de una actualización de contenidos, un lavado de imagen bajo el que subyace el mismo espíritu, evidentemente el resultado es positivo, pues los diez años de diferencia entre una cinta y otra hacen posible un salto de calidad abrumador en todo lo técnico y en el efecto especial protagonista. ¿Qué merito tiene entonces ser mejor que aquella, si las cuestiones a comparar son siempre técnicas?
El nuevo Spiderman se anuncia como película de entretenimiento pero no teme alargarse hasta las dos horas y veinte minutos, una duración que invita a pensar en la película como la epopeya definitiva. Esta desmesura en el metraje proviene del error más tópico en el cine de superhéroes: la obligada narración del origen del personaje, lo que genera una colisión entre dos películas hipotéticas, el origen del héroe y la primera de sus grandes aventuras. Demasiado material para una película de desarrollo convencional. Ni siquiera la experiencia de una trilogía previa con la misma franquicia han disuadido a Columbia de presentar de nuevo el origen del personaje con la misma torpeza de su antecesora.
Llama la atención especialmente esta cuestión de un montaje por momentos horroroso cuando se advierte la presencia del legendario Pietro Scalia (Gladiator, Black Hawk derribado) como colaborador en la edición. La duración de la película empuja a muchas escenas al corte apresurado, a la falta de coherencia en las reglas más básicas de la narración y a cierta inercia en los tempos narrativos que propinan una patada en muchas ocasiones a la construcción de interesantes estadios emocionales.
Porque quizás Marc Webb no entienda de puestas en escena y filme un producto estético con mayor vocación televisiva que cinematográfica, pero su habilidad para iluminar enfrentamientos entre personas es mucho más rico y profundo que cualquier otro filme del género, ya sea en una escena romántica o frente a antagonistas que mantienen una charla y que se rueda como si de un combate se tratara. El director de 500 días juntos se revela como especialista en ese tipo de momentos, de tan delicada construcción, y solventa la papeleta de la gran producción con un gran estilo. Peter Parker es ahora un personaje complejo, atormentado, quizás incluso atormentado en exceso, lo que hace que el hombre sin la máscara y el payaso enmascarado propio del cómic ofrezcan un contraste que quizás sobrepasa los límites.
La torpe planificación de toda una película construida en base al lento desarrollo del plan maléfico del villano de turno mientras el protagonista vive su vida y descubre sus divertidos poderes no es el mayor escollo de la cinta. Muchos otros filmes de superhéroes se han enfrentado a la imposibilidad de abandonar ese caduco modelo y aún así han salido airosos del envite. Lo peor es comprobar cómo el filme está construido bajo el lenguaje audiovisual adolescente del más inmediato presente, un lenguaje aún más caduco que el que utilizaba su antecesora.
Puede que The Amazing Spider-Man sea una de las mejores películas con iluminación nocturna jamás filmadas, y esa es una de las grandes virtudes de su metraje. La labor del operador John Schwartzman es, con diferencia, lo mejor de la función en tanto que permite que toda escena que ocurra en interiores o en la noche cerrada resulte absolutamente prodigioso a nivel estético (nunca formal, pues la habilidad de Marc Webb llega hasta cierto límite). La evidencia de abandonarse al lenguaje visual de moda lo provoca el excesivo contraste entre forma y fondo, para hacer un uso efectista de las tres dimensiones, o la proliferación de objetos lanzados contra la pantalla con el mismo objetivo. O que intentar representar el universo adolescente termine haciendo caer en la clásica película de instituto. Otra cuestión delicada es el uso de la visión subjetiva, más propio de un videojuego en primera persona, que hoy, en nuestro presente, es un plano con una eficacia demoledora, ¿pero cuánto tardará en caducar como uso legítimo en una película de primera categoría con lenguaje propio?
Quizás la escena que mejor escenifique ese conflicto entre la buena fotografía nocturna y su uso efectista sea aquella en la que Spiderman teje una tela de araña a través de todos los conductos de las cloacas con el fin de atrapar a su enemigo. Iluminación cenital y fondo absolutamente oscuro para que la tela de araña reluzca en todo su esplendor y resalte a través del efecto tridimensional, ¿pero qué hacer con ello después de haber filmado al personaje sentado esperando sobre su tela?
Es el ejemplo sobre cómo se intenta construir la película en base a hacer realidad las escenas propias del cómic, pero lo que terminamos alabando es la experiencia de reencontrarnos con Spiderman, con el personaje, no alabando los triunfos de la película. Lo interesante es el personaje, no lo que la película hace con él. Nada consigue salirse del tópico, ni siquiera un excelente casting de actores sobre el que destacan sus protagonistas, que se convierten en el ejemplo definitivo de cómo The Amazing Spider-Man lucha por salir de sus tópicos pero acaba atrapado en ellos.
Andrew Garfield ha sido, desde sus inicios, un excelente actor de papeles adolescentes, pero empieza a evidenciar su encasillamiento insistiendo en interpretaciones ya interiorizadas para trabajos anteriores. Lo mismo ocurre con Emma Stone, a quien se le ofrece la oportunidad de cambiar de registro absolutamente con una apariencia distinta y un personaje interesante, pero cuando un plano sobre ella dura más de lo necesario pronto comienza a hacer gala de sus muecas y sus tics acostumbrados.
Similares resultados obtiene James Horner en la banda sonora. Trabaja con nuevos materiales y con un trasfondo musical mucho más profundo y sentido de lo acostumbrado gracias a la oportunidad que le ofrece este retrato de un Peter Parker más atormentado de lo habitual, pero conforme desarrolla sus temas centrales se dedica sin pudor a hacer lo que mejor sabe, que no es otra cosa que copiarse a sí mismo recurriendo a sus piezas más célebres.
El resultado final es el de una película aceptable, que raya en ocasiones el límite de lo incoherente y que coquetea con los procedimientos convencionales con un rotundo éxito. El problema como espectadores es compararla con su antecesora inmediata, aún presente en el imaginario popular, y que a partir de esa inevitable comparación la encumbremos como si se tratara de una película superior. La sombra de Sam Raimi es alargada y peligrosa. Lo único cierto es que, en esencia, el hombre de araña ha hecho poco más que una agradable puesta al día.