El modelo de cine hecho por Lasse Hallström no ha variado desde sus primeras películas, hace más de veinticinco años. La fórmula, de apariencia infalible, toma siempre una novela de estructura similar como material de partida. El sistema de búsqueda de historias literarias que se amolden a esa estructura con la que tan cómodo se siente le ha reportado no pocos éxitos de taquilla, a través de su habilidad para identificar al público con sus historias, pero queda ya lejos la campanada conseguida con su mejor película, Las normas de la casa de la sidra (1998), con la que muchos han olvidado que obtuvo una nominación al Oscar.
En el cine de Hallström, el filme siempre se abre concibiendo un mundo gris y mezquino, en el que un hombre y una mujer cuyo destino es encontrarse terminan envueltos en misiones mesiánicas que aceptan con desgana, convencidos de lo absurdo de sus planteamientos. El mundo termina cambiando, se hace más humano, menos mezquino, pero no a través de la hazaña grandiosa, sino de las pequeñas cosas que se van forjando en el camino. Idealismo, la lucha entre fe y ciencia, el conflicto entre ingenuidad y realidad o el camino a la madurez están siempre presentes.
Y mientras, el empaque superficial de la función engrandece y magnifica una experiencia que el director suele concebir como absolutamente sensorial. Amante de los paisajes exóticos, de las miradas y de los momentos introspectivos, la fotografía es un elemento fundamental para construir la belleza poética de las imágenes de una película que no se esfuerza en ocultar que busca siempre momentos idóneos para construir el plano bonito y la postal perfecta. La música ha sido siempre otro elemento muy cuidado por el autor, con lo que no extraña que el irregular Dario Marianelli entregue aquí uno de sus trabajos más pulidos, evocadores, menos pretenciosos y más redondos.
El acto de fe, esta vez, se basa en transportar una exorbitante cantidad de salmones desde el Reino Unido hasta Oriente Medio, proyecto financiado por un jeque que no revela con facilidad sus intenciones de exportar la pesca del salmón hasta su país. No se trata de un simple capricho: el poderoso jeque (soberbio descubrimiento el actor Amr Waked) encuentra en aquel deporte valores como la tolerancia, la paciencia o el entendimiento, y cree con ingenuidad que al traerse aquella costumbre, los valores vendrán consigo.
La película no sabe tratar con firmeza el mundo afectivo de sus personajes, cuyas paralelas historias de amor están resueltas con desdén y con pinceladas superficiales basadas en los más anodinos clichés del género. Tampoco aprovecha el mundo del esperpento social y periodístico que genera la aventura, y si bien son características heredadas de la novela, la película hace un flaco favor a esos materiales al desarrollarlos con una ingenuidad narrativa que absorbe las posibilidades del relato.
A pesar de todos esos escollos, de enterrarse desde el comienzo en las pantanosas aguas del cine más convencional y menos interesante, el tesoro de la película radica en los retratos de dos personas optimistas pero absolutamente solas en el mundo. El proyecto es absurdo, inimaginable, pero los une a ambos, y a partir de ahí, el acto de fe viene a revelar que todo es posible, incluso a hombres de ciencia. Hallström siempre ha tenido habilidad para que el espectador se identifique enseguida con sus protagonistas, pero aquí está fuertemente ayudado por una Emily Blunt que convierte siempre en creíble y conmovedor aquello que toca. Su interpretación es siempre comedida y contenida, pero sorprendentemente expresiva a través de muy pocos y bien manejados recursos interpretativos. Qué decir de Ewan McGregor, que ha sido siempre el rey en el arte de hacer que el público se congracie con las aventuras que vive en la pantalla.
A diferencia de sus contemporáneas, La pesca del salmón en Yemen es una película disfrutable porque parte de su condición de ingenuidad y falta de pretensión, y nunca reniega de ella. Se anuncia como manido melodrama y eso es lo que entrega. A través de su limpio mensaje no pretende nunca aleccionar, sino inspirar de una manera transparente a quien se conforme con las pobres herramientas con las que lo lanza. Una diferencia que parece sutil pero en la que no consigue caer buena parte del cine presente: las nobles intenciones no se traducen de manera automática en una obra maestra. La diferencia aquí es que Hallström lo sabe y huye de ello. Por desgracia, su aliento parece haber sido insuflado con muy poca fuerza creativa en su interior.
Su mensaje se diluye entre sus buenas pero débiles intenciones. El filme está construido en base al exitoso modelo de cine de su director, pero termina muy alejado de él. En su lugar nos encontramos con un tipo de película cercano a los dramas épicos de los últimos años con pareja atormentada en su epicentro. El velo pintado (John Curran, 2006) o Agua para elefantes (Francis Lawrence, 2011) se convierten en sus hermanas más próximas. Podemos pedir el milagro de que los salmones remonten el río también en Oriente Medio, pero no el de encontrar en la obra de Lasse Hallström más que los cimientos de una posible película.