La banda sonora de 2001 no sólo es importante por la película a la que acompaña, sino por ser una de las pocas obras musicales que han terminado más asociadas a la existencia de la película que las tomó como referencia para sus imágenes que por su identidad propia. Así, cuando suena el Preludio de Así habló Zarathustra, nadie piensa en Strauss, sino en el filme de Stanley Kubrick.
A la manera de lo que Walt Disney había hecho casi veinte años antes con su proyecto titulado Fantasia (1950), el discurso de 2001 es completamente audiovisual. Música e imagen que fusionadas en una sola entidad albergan un poder comunicante tan abrumador como indescifrable. Ambos elementos narrativos ahora forman parte de lo mismo, han adquirido otro nombre. Tal vez ese sea la labor definitiva del cine, hermanar dos conceptos diferentes, como lo sonoro y lo visual, para dotarles de una identidad nueva como conjunto, con unas cualidades discursivas que nunca tuvieron por separado.
Tiene mucho sentido que Kubrick escogiera la versión de Karl Böhm del poema sinfónico de Strauss, pues hacía especial hincapié en la fuerza de las notas graves de pedal en el comienzo del Preludio, y gracias a ese énfasis interpretativo en la película se convierten en los cimientos sonoros sobre los que descansan el resto de expresiones artísticas que se van sucediendo y complementando entre sí.
Es muy conocida la anécdota, convertida en leyenda, de la banda sonora que compuso Alex North para la película de Kubrick y que el director desestimó finalmente para construir el universo sonoro del filme a través de una inaudita selección de música clásica, además de llenar largas secuencias en el vacío del espacio con un completo silencio. Aquella partitura salió a la luz más de veinte años después, dirigida por el maestro Jerry Goldsmith, y si bien es una composición hermosa y dotaba a la cinta de las cualidades propias de la Space Opera, Kubrick sabía bien que 2001 luchaba por mantener un espíritu muy diferente a todo lo realizado hasta entonces.
La única manera de saltar las convenciones del género de la ciencia-ficción era también la de saltarse los procedimientos habituales en la manera de hacer cine. Por eso el director necesitó acompañar su metraje de la música que escuchaba mientras concebía la película, y no la compuesta posteriormente. También cuenta la leyenda que fue en la propia sala de montaje cuando se probó El Danubio Azul de Strauss en la famosa escena de la estación lunar, y el hallazgo resultó del todo impactante.
El sentido de la innovación también pasa por la inclusión de tres obras de la más vanguardista música orquestal del momento, representada en torno a Ligeti, responsable involuntario de buena parte de la textura sonora de 2001. Es imposible escuchar hoy piezas como Atmosphères y no sentirse abrumado por la evocación de los planos perfectos de la obra de Stanley Kubrick. O el idílico Adagio del ballet Gayaneh de Aram Khachaturian, elección para la banda sonora que continúa influyendo a las nuevas generaciones de compositores en cuanto a cómo debe sonar la música para el cine ambientado en el espacio o en géneros relacionados con el hipotético futuro.
Es una fortuna que el álbum original de la película incluya el poema sinfónico completo de Así habló Zarathustra, y no sólo su Preludio. Una forma de aventurarse en una obra sinfónica grandiosa, más allá de su reconocible obertura. La decisión final de Kubrick frustró la hermosa obra de un compositor para acompañar su película. El director nunca quiso aceptar los elogios en torno a su condición de visionario. Sin embargo, en otra demostración de su genio, Kubrick descartó la música de Alex North y se adentró en lo desconocido. Quería encontrar la música que ya había sido compuesta décadas atrás y que, sin saberlo, había nacido para dialogar con aquellas hermosas y eternas imágenes.