No se equivocaban los que veían en Canino, la anterior película de Giorgos Lanthimos que dio a conocer al director internacionalmente, una lúcida metáfora en torno al control de los gobiernos hacia una sociedad adormecida e indefensa. Tampoco se equivocan los que encuentran ahora, en Alps, los procesos mortuorios de una sociedad que se niega a aceptar su inminente desplome y se mueve por la pura inercia que genera la costumbre.
Así es como Lanthimos ha acabado por firmar dos de las más punzantes, inspiradoras, inclasificables y contundentes fábulas en torno a la sociedad de nuestro tiempo. En esta, su tercera película, propone la formación de un club secreto que entra a formar parte de los anales de la historia del cine desde la misma escena en que ve la luz. La misión del grupo, al mismo tiempo un acto revolucionario y del todo inconsciente, no es otra que reemplazar el papel de un fallecido en aquellas familias que no han asumido aún la pérdida del ser querido.
Si el tono de fábula del director griego ofrece una profunda lectura social de gran mordacidad, la lectura en su superficie resulta igual de sugerente. Tal y como ocurría en Kinetta, su primer largometraje, el proyecto imposible del ingenuo grupo da como resultado la oportunidad de filmar la recuperación de un cuerpo que ya no está presente. Se repiten los gestos, se reutilizan los vestidos. En el gesto inverosímil de resurrección no sólo se encuentra la dificultad del cambio ante la ausencia del ser amado, sino también la necesidad de pertenencia de un grupo de gente que se ofrece voluntaria a llenar un hueco afectivo en tanto que ellos también cargan con el suyo propio.
Alps se revela como descomunal ejercicio de empatía y doloroso retrato del aprendizaje. El gesto de locura del grupo termina traducido en el deseo nada banal de suspender el tiempo, sobrevivir a la muerte, enfrentarse a la ruptura o la separación ignorándola por completo y, al mismo tiempo, de cómo el deseo y la necesidad de pertenencia y afecto pueden conducirnos a las decisiones más desesperadas jamás concebidas por el hombre.
La elección de los planos de Giorgos Lanthimos es lo que convierte a su criatura en una obra completamente única. Su acertada composición visual procede de la afilada precisión estética de un cineasta que habla del alma vacía y fragmentada del hombre contemporáneo a través de la imagen, antes incluso de hacerlo explícito por la vía argumental. Los protagonistas permanecen enfocados mientras el resto es casi invisible, impenetrable. La incomunicación va más allá de los diálogos inconclusos. Supone también una necesaria barrera visual, brillantemente filmada.
Si filmas los cuerpos y los rostros quedan fuera del encuadre, entonces filmas el gesto, pero nunca las reacciones. La emoción queda desterrada del relato y ese destierro genera, a su vez, la muerte de todo lo emocional. Ese simple gesto, esa decisión estética, es lo que evita una lectura emotiva, y también que el humor se apodere del relato. Alps es, en su lugar, el análisis forense de una sociedad que priva al individuo de la capacidad de expresar con certeza sus verdaderas emociones, y el cine de Lanthimos lo filma con desesperada contención y el genio visual de una filmografía tan áspera como necesaria.
La necesidad de pertenencia y de afecto se convierten en puro instinto animal, en deseo de supervivencia y no en deseo de realización. Es esta la cara más amarga del filme, pues el mensaje de Lanthimos está desprovisto de sutilezas y adornos. Esa crueldad descarnada es en realidad la mayor virtud de su cine, pero no la única. Para tratarse de un director que no confía en la música como elemento narrativo y trata de mantenerla apartada de su película, maneja con soberbias formas la relación entre música e imagen, en los primeros minutos de una cinta que comienza con una abrumadora potencia visual y sonora.
La implicación con sus personajes, a pesar del distanciamiento emocional, es otro de sus grandes triunfos, aunque en él también tenga mucho que ver la presencia de una Aggeliki Papoulia que entrega con devoción su cuerpo y espíritu a una película que se sustenta en la fuerza emotiva de su presencia. La dirección de actores, a pesar de parecer sencilla, encierra una naturalidad y una contención propias también de un gran cineasta que aplica como mayor virtud el que su trabajo se traduzca en el resplandor de quienes colaboran con él en las otras disciplinas sobre las que se construye su película.
Cada inofensivo plano de Alps está cargado de significado. También de la fe ciega de un cineasta cuyas imágenes resultan esenciales. Nada sobra y nada falta. En la sobriedad del estilo también recae la fuerza visual de un director que sabe despojarse, de una manera conmovedora, de los adornos innecesarios que pueblan el mediocre sentimiento barroco del audiovisual contemporáneo. Es normal el desconcierto de los que esperan una nueva Canino. El cineasta continúa evolucionando, buscando nuevos caminos, y en ese trazado firma una nueva pieza maestra que no renuncia a encontrar su propia identidad. Compartir esa búsqueda con él termina por revelar la propia voz del cine. El grito de un arte que también se niega a permanecer inmóvil.