Después de Ira de Titanes, dos cosas quedan bien claras: que Jonathan Liebesman, quien firma esta secuela, es un director mucho más solvente que Louis Leterrier, el autor al frente de la primera parte. Y también que cualquier otro argumento, alejado del Furia de Titanes original de 1981, hubiese convertido a aquella primera entrega en algo mucho más disfrutable en tanto que más despreocupada, sin la ridícula carga de solemnidad de la que pretendía hacer gala.
La prueba está en que el cuarteto de gloriosos guionistas que firmaron el remake jamás aceptó que estaba trabajando sobre un material de la más absoluta serie B, y su nefasta revisión del primer filme sustituyó la épica infantil, intrascendente y atrevida, por un tono grandilocuente que chocaba con la ligereza de lo narrado. ¿Por qué en el film de 1981 apenas había diálogo? Porque aquella sí tenía clara su condición de puro desfile de monstruos mitológicos, de festín de efectos visuales, de ilustración de la travesía del guerrero, no de reescritura del mito.
En Ira de Titanes, el guión de Greg Berlanti sí está escrito bajo la plena consciencia de lo que está ocurriendo en el Hollywood del presente: argumentos asentados en la más tradicional serie B rodeados de presupuestos descomunales y efectos visuales de infarto. Y en esa despreocupación a la hora de concebir la historia, y en el necesario alejamiento del relato original, la secuela recuerda lo interesante que podría haber sido el filme de Louis Leterrier bajo un enfoque completamente distinto.
El problema de la cinta es que, a pesar de ser notoriamente superior a la primera parte por el incuestionable hecho de tomarse menos en serio a sí misma, no toma tampoco un camino que la convierta en un filme suficiente. Es estupendo que, para una película como esta, la historia no se tome la función demasiado en serio, pero si no lo hace Sam Worthington, entonces todo se convierte en un despropósito.
Uno podría adivinar si el actor está plenamente entregado a su papel con apenas mirarle a los ojos. ¿Es este acaso el mismo intérprete que encarnaba a un personaje conmovedor en La Deuda (John Madden, 2011)? Cualquier espectador avispado pensará que lo determinante es otro factor: Jonathan Liebesman no es John Madden, no hay aquí un auténtico director de actores. Pero no, son los ojos de Worthington los que no engañan. James Cameron consiguió que Sigourney Weaver fuese nominada a los Oscars como Mejor Actriz (Aliens, 1986), pero nunca consiguió que el actor se enamorase de su papel en Avatar. Se vuelve inexpresivo, inanimado, se convierte en una estatua de mármol muy alejada de su notable trabajo en Sólo una noche (Massy Tadjedin, 2010).
Y si ni siquiera al personaje principal le interesa lo que está ocurriendo, ¿cómo va a interesarle al espectador? Ya pueden animarse Liam Neeson y Ralph Fiennes a participar en la batalla como dioses del olimpo venidos a menos, o diseñar y representar de manera admirable unas fabulosas criaturas que escapan del Tártaro y aterrorizan al mundo, ya puede añadirse el factor humorístico, el intento de un trasfondo que aporte cierto relieve al protagonista o que el español Javier Navarrete se lance a la aventura de componer una de las mejores bandas sonoras épicas de los últimos tiempos. Ninguna de las reconocibles virtudes de la película puede luchar contra la inevitable sensación de descreimiento, de desapego creativo y de estéril encargo.
Dos años atrás, un acercamiento al remake de Furia de Titanes bajo los elementos que se manejan en esta secuela podría haber dado lugar a una divertida y disfrutable revisión de aquella película de marcada fantasía infantil. El fracaso es que ese enfoque aparezca en esta segunda parte y no en la primera. Lo peor de Ira de Titanes es que no sea una mala película por llegar dos años tarde, sino porque existe sólo para hacer posible la continuidad de una saga.