Se habla del western como el género cinematográfico por excelencia, el que resume todas las cualidades del cine y las materializa con mayor fuerza que ningún otro. También se habla del western como obra crepuscular, como ocaso de una época y un lugar, en la que los antihéroes, siempre protagonistas, viven también el último ocaso antes de su caída definitiva.
El filme de Andrew Dominik es muy diferente a un western crepuscular, es un ejercicio épico de la desmitificación de una auténtica leyenda del oeste americano. El director plantea no ya un ejercicio moral fuera de toda duda, sino una historia llena de humanidad, donde los instintos y sentimientos más diversos del hombre se ponen de manifiesto para contar el encuentro entre James y Ford.
En este encuentro chocan dos realidades: la de Jesse James, ladrón que abandona su vida de forajido y comienza a vivir con el miedo de pensar en quienes puedan delatarle, y Robert Ford, admirador irresoluble del primero, auténtico seguidor e imitador convulso, lleno de otros miedos pero que también ayudan, finalmente, a autodestruirle y convertir su odisea en una cruzada moral que tiene más que ver con la búsqueda del sentido de uno mismo frente a la fama y el reconocimiento social.
Hay otro nombre propio en esta película, y es Roger Deakins. El experimentado fotógrafo es el verdadero autor de la calidad estética que presenta el filme, envuelto en un halo poético donde cada fotograma parece formar parte de una postal de época, de una puesta en escena que se aleja de John Ford y de los referentes de su género y construye con elegancia, innovación, saturación de colores, la relación pictórica entre personaje y escenario, y pasmosa sencillez de elementos una fuerza y un poder visual que emana constantemente y que asegura a la historia la mejor herramienta narrativa posible.
Hablar de duración desmedida en un género como éste resulta intrascendente. Incluso fuera del contexto histórico y de las reglas cinematográficas impuestas por la industria, la película demanda esa inusual duración como respuesta a la asombrosa creación de un clima contenido de tensión y drama que crispa de dolor a los personajes y que finalmente les aboca a cometer los actos que determinan su resolución final.
Esa recreación en la incertidumbre, en el lento proceso colmado de angustia que viven los personajes y en la inevitable resolución es uno de los mayores logros de la película, que logra trascender los defectos que produce la larga duración del metraje y se presenta como una obra sólida y coherente con su propio espíritu.
Maravilloso Brad Pitt, en una soberbia creación de un personaje complejo, atormentado y lleno de matices, genial y brutalmente encarnado por un actor en estado de gracia, y no menos brillante Cassey Affleck en otro papel lleno de dificultad, contenido en su actuación pero resolutivo, imaginativo y descarado en la descripción de un personaje que se mueve entre lo patético y lo odioso, y que él sabe dotar de humanidad y de exquisita ternura.
Estas dos excepcionales recreaciones están apoyadas en la duda de no saber si Andrew Dominik es realmente mejor director de actores o bien un narrador de genio, lo que sí es seguro es que la fuerza de las interpretaciones ayudan a crear un conflicto moral entre personajes que realmente amamos y que acaban traicionados por sí mismos.
Entendemos las razones del conflicto, al mismo tiempo nos repelen las acciones de ambos, nos asustan, nos convulsionan, y a la vez admiramos con inustiada tensión esa construcción parsimoniosa de la tragedia anunciada, de la resolución nada atropellada y del epílogo justo y carente de piruetas innecesarias, y en ese tira y afloja de tensión y pulso narrativo es donde se palpa el buen cine, el sabor a cine de altura que vuelve de la mano de un western, que confirma aquí una vez más su condición de género por excelencia, y que al fin y al cabo sí que ofrece una historia crepuscular, las historias del descenso a los infiernos de dos seres legendarios: la de un bandido que acaba atormentado por sus propios actos, y la de un pobre diablo que quiso emular a toda costa a aquel bandido.