Massy Tadjedin pertenece a una categoría de autores que se encuentra en peligro de extinción. Aquella cinefilia que se ha educado en otros formatos audiovisuales y que piensan que la modernidad de sus encuadres o la irreverencia sofisticada de su puesta en escena convierten en buena su obra y a ellos en unos maestros.
Quizás sólo sea el deseo de diferenciarse, o porque no conciben el cine de otra manera que no sea explorando las posibilidades del encuadre cinematográfico con el poder expresivo de una fotografía (de nuevo, otro formato diferente). El joven Jonathan Glazer quizás sea el mejor ejemplo de este estilo, desde luego quien ha dado mejores resultados. Hablar de David Fincher es mencionar una carrera muy distinta, que ha encontrado ya sus propios puntos de inflexión.
Pero con quien más podría emparentarse a la debutante Tadjedin es, posiblemente, con John Curran, y especialmente con Ya no somos dos, una de sus primeras obras. El director de la reciente Stone es también amante de explorar el deseo humano y las relaciones de pareja tanto como lo hace aquí la directora novel, además de compartir no pocas semejanzas en la manera de filmar, de planificar, tanto como de componer sus encuadres.
La separación, durante una noche, de una joven pareja, y sus respectivos encuentros con la tentación del adulterio, es tanto el punto de partida como el epicentro de todos los temas que pretende disparar Sólo una noche. Su espíritu oscuro, desolador, contrasta con la belleza compositiva de unos planos que buscan siempre la fotografía perfecta.
Tal y como ocurría en el cine de John Curran, la película de Tadjedin es una auténtica bendición para su cuarteto protagonista, en un guión propio que se sustenta en cuatro personajes apetecibles para cualquier intérprete. El buen discurrir del guión y sus punzantes diálogos evitará ligeramente la sensación de que el casting obedece más a gustos estéticos que a los puramente interpretativos.
Sam Worthington continúa con esa imponente fuerza visual que hipnotiza a la cámara y absorbiendo atención en todos los planos en que aparece, pero aún no ha conseguido evitar sus acostumbrados tics interpretativos ni ha aprendido a que sus gestos enriquezcan sus creaciones, pareciendo afectado incluso cuando no lo está. Lo mismo ocurre con Guillaume Canet, empeñado en hacer siempre de sí mismo. Tiene quizás más suerte Keira Knightley, pues comporta ya mayor experiencia en películas basadas en la exhibición de su reparto, pero también termina, como de costumbre, presa de sus propias lagunas como actriz.
Puede hablarse, por tanto, de una excelente guionista que ya firmase el intrincado guión de The Jacket hace algunos años, de una directora que ha sabido encontrar una cierta identidad visual ya desde su primer filme, ayudada por la soberana partitura de Clint Mansell, y de alguien que cree en la capacidad expresiva de un reparto coral para dar fuerza a sus historias. Sin embargo, Tadjedin no ha conseguido, en su primer filme, encontrar la manera de extraer de sus actores interpretaciones de verdadera intensidad que elevasen su película a un nivel superior.
Se presenta, sin embargo, la promesa de una joven autora llamada a escribir las ficciones quizá más interesantes sobre el mundo de la pareja del cine americano reciente. Sus concesiones a los finales abiertos y al constante deseo de demostrar su inteligencia son aún poderosos escollos que superar con el tiempo, pero lo cierto es que Sólo una noche sabe sobreponerse a sus propios defectos para construirse con sobriedad y seriedad.
Es un ejercicio sublime de elegante precisión, dotado de cierta valentía en lo que cuenta, aún con todas sus pretensiones, autorales, argumentales y artísticas. Puede que la exhibición del ego sea también una característica inevitable en este cine que lucha por destilar una modernidad exacerbada. Autores con el ansia incontrolable de demostrar su valía en cada fotograma, cuyo empuje y voluntad termina por vomitar siempre, de manera caótica y descontrolada, todo su talento apasionado.