Brad Anderson ya mostraba en ‘El Maquinista’ su amor por las historias que se desarrollan en un tren y tenían a éste como protagonista, traspasando muchos de los elementos de la road-movie tradicional junto con ciertos toques de suspense e intriga a los vagones de este vehículo, que en su cine esconde un significado visual de gran poder.
En su nueva ‘Transsiberian’ Anderson va más allá en su relato y propone un viaje sin retorno de una protagonista accidental, una estupenda Emily Mortimer. Las vías del tren, líneas fijas construidas en sentido horizontal, sirven como descenso metafórico a un infierno de hielo que el personaje femenino vive como viaje introspectivo que cuestiona sus acciones segundo a segundo.
La excelente y sencilla construcción de los personajes que la acompañan y va encontrando en el trayecto comparten no sólo parte del camino de Emily, sino también muchas de las cuestiones que ella se plantea. Estupendos actores también encarnados por un comedido y risueño Woody Harrelson, un siempre acertado Ben Kingsley o un Eduardo Noriega obligado por su personaje a hablar en un ridículo bilingüe que resta fuerza a su creación.
Anderson juega con la elipsis, con los momentos no mostrados, y trata de usar la gramática que no muestra explícitamente como herramienta para que el espectador elabore (hasta que el relato despeja las dudas) su propio relato. La confrontación de esa construcción imaginaria con la revelación final de los acontecimientos reales es una de las experiencias más estimulantes del nuevo film del autor.
Una estética gélida, bien rodada y fotografiada, con momentos de buen cine, sirve como marco de este viaje de ida aparentemente trazado con un solo sentido y con un solo destino y en el que sin embargo, gracias a la confrontación de ese paisaje inerte con la imprevisibilidad del ser humano, cada paso es diferente al que se podría prever.
Digno thriller situado en los confines de