Nos encontramos frente al clásico número cincuenta de la factoría Disney, un número señalado que no podía haber recaído en una mejor película, una que ofreciese mayores declaraciones de intenciones en su enriquecedor contenido.
La anterior Tiana y el sapo, que intentaba resucitar los antiguos éxitos lanzando una mirada nostálgica sobre ellos, ya certificó la imposibilidad de volver a una época pasada, y que evocar los fantasmas perdidos nunca generaría una nueva obra maestra.
Rapunzel, sin embargo, se atreve a mirar hacia el futuro, a través de las nuevas tecnologías de animación del presente sin renunciar nunca al espíritu Disney, ese espíritu ensoñador con el que se han gestado todas sus producciones y que ha desencadenado la única corriente que aún se atreve a soñar con finales felices.
La película no sólo renuncia a las dos dimensiones como medio expresivo, sino que todos sus elementos estéticos y argumentales tratan de aparecer bajo una actitud y una mirada renovadoras. El vínculo con el pasado, con la tradición, se encuentra aquí sustentado en el prodigioso lápiz de Glen Keane y en la presencia de Alan Menken, que intenta que su música sirva como lazo entre lo clásico y la modernidad.
Y Disney celebra su señalada película justo en un momento en que el modelo de la compañía parecía no tener ni continuidad, ni herederos. Rapunzel está realizada con mimo, con suma preocupación por los detalles. Sus tiempos están perfectamente medidos y su fórmula argumental, capaz de unir el cuento original con las aventuras juveniles propias del presente, funciona desde su primer compás.
La mayor prueba posible de la riqueza interior de la película es que ha conseguido sobrevivir a su engañosa campaña publicitaria, que intentaba atraer también al público masculino, sobrevivir a un cambio de nombre también por razones comerciales, a la orquestación musical moderna que flirtea con el pop-rock, o al formato impuesto de las tres dimensiones que aquí se usa en propio beneficio de la historia y de la adecuación a su mágico entorno.
La propia Rapunzel, maravillosamente animada, unos villanos con gancho, un compañero sentimental que intenta huir de los clichés, un caballo que puede entrar sin complejos en la pugna por considerarse el mejor personaje equino de la historia del cine, y una mascota que soporta el peso humorístico y consigue ser encantadora al huir de los acostumbrados histrionismos propios de los personajes obligados a hacer reír. La perfecta armonía entre sus personajes, perfilados con genialidad y exactitud, son al mismo tiempo un poderoso grito y una magnífica celebración.
Esa celebración no es otra que la certeza, cargada de futuro, de que aún sigue siendo posible una película infantil hecha para los niños, y que el adulto disfrute de ese cuento a través de la mirada del pequeño, y evitar esa costumbre asentada en nuestro presente de que el cine infantil sea en realidad una patraña para que el adulto pase un buen rato mientras el niño coge retazos de todo aquello que puede llegar a entender.
Ese es el secreto último de la tradición de Disney, una factoría que ha vuelto a sobrevivir a una crisis más en su modelo. «Para mí, el mundo ha cambiado», dice Rapunzel en una de las canciones del filme. Al atreverse a mirar hacia el futuro y despojarse de muchas de sus antiguas leyes sin abandonar su esencia, Disney vuelve a contar, con fuerzas renovadas, que soñar despierto aún es posible.