El cine de Apichatpong Weerasethakul siempre será un cine de lo indescifrable. Pero en esos lienzos abstractos puede encontrarse también la promesa de un arte que sigue gritando estar vivo y, como tal, capaz de constituir una experiencia, un acto sensual y sensorial más allá de imágenes y palabras, o de la conjunción de ambas.
Uncle Boonmee tiene en la figura de su protagonista y sus últimos días de vida su sustento argumental, o si se prefiere, su frágil itinerario, su sendero sin trazar, pues en ese cine de lo indescifrable se oculta también un cine libre de ataduras, de teorías y de normas.
Un cine que da una importancia superlativa a las sensaciones y a los personajes por encima de la transparencia o evidencia de un relato lineal, sin una lógica aplastante que dinamite de manera fulgurante esa fantasía capaz de hablar por sí misma de las cosas más inexplicables del mundo, una fantasía que habla sin palabras, a través de las imágenes, a través de los sonidos.
La película tiene sabor a elegía, a homenaje y retrato de un mundo perdido, un mundo que se apaga y que exhala su último aliento frente a nosotros, testigos de su extinción. En la figura moribunda del tío Boonmee se aprecia también el final de muchas creencias, el final de una cultura y de muchas ideas, pero también el sobrecogedor final de nuestro mundo y de nuestra manera de entenderlo y de enfrentarnos a él.
Es también un cine del hechizo, pues es difícil que haya más poesía que en las imágenes de su cuento central, ese en que una princesa implora a la deidad de un lago la juventud eterna. Un cuento que quiebra el relato en dos mitades perfectas y que empuja a iniciar la travesía final del personaje.
Cine de apariencia impenetrable, que de súbito revela todo su sentido y su escondida transparencia tras las aguas turbulentas de su esquiva superficie.
El realizador de la también indescifrable Tropical Malady, o de la también esquiva Syndromes and a Century, vuelve a rodar en la jungla y a tomarla como un elemento tranquilizador, espiritual y a la vez imponente, tratando de ser lo más receptivo posible a los sonidos, que consiguen que la imagen continúe más allá de sus propios límites.
Dice el autor que lo que uno ve, o lo que se siente, es demasiado grande para caber en los límites de una pantalla. Un concepto que ya estaba en sus anteriores películas y que hace que esas imágenes adquieran nuevas texturas, una mayor dimensión, una cualidad etérea y abrumadora. Escuchar los sonidos, de dónde vienen, de qué animal son.
También su creencia de que es la propia película la que decide la duración de un plano resulta esclarecedora para entender ese cine del hechizo, a compartir esa sensación elegíaca que desprenden sus imágenes, que sobrecogen al descubrir que son capaces de hablarnos a través de sus asociaciones entre ellas y de sus infinitos reflejos.
A través de esa imagen de los peces ciegos de la cueva en la que nació Boonmee y a la que vuelve para vivir sus últimos momentos, Apichatpong parece querer hablarnos de sus verdaderas intenciones con mayor clarividencia que en ninguna otra de sus secuencias.
Que el misterio de la muerte resulta imposible de entender, y que sólo es posible acercarse a él a través de ese arte de lo indescifrable, de pinceladas que sean capaces de poner en imágenes nuestras preguntas. Que las dimensiones múltiples, las otras vidas, las personas que van y vienen y los sueños están ahí y que, al igual que aquellos peces, somos incapaces siquiera de poder verlos, no ya de entenderlos.
Es entonces cuando se revela la última verdad de ese enigmático hechizo: que el cine de lo indescifrable existe sencillamente porque intenta filmar el temor del ser humano frente a todo aquello que es incapaz de entender.