Tras su desmesurado éxito con la sobrevaloradísima Slumdog Millionaire, Danny Boyle decide basar su siguiente proyecto en la dramática anécdota de Aron Ralston, el montañero americano que sufrió una caída durante una escalada en 2003 y tuvo que amputarse una extremidad para poder escapar, después de estar varios días atrapado.
La historia del joven montañero desde luego funciona de una espectacular manera dramática como anécdota o como titular de un informativo morboso, pero ¿cómo podría funcionar en una película de hora y media de duración?
Contar una película sobre un hecho así convierte la historia en un ejercicio fílmico que la haga simplemente posible: un hombre va de excursión, se queda atrapado cuatro días y decide cortarse el brazo para escapar con vida. Ahí acaba toda la historia, y por tanto el verdadero aliciente no es el relato en sí, sino observar cómo se hace posible ese relato, en una cantidad de tiempo tan dilatada como el de un largometraje.
Al igual que la reciente Enterrado, de Rodrigo Cortés, lo importante ya no es lo que se está contando, sino admirar vanidosamente la capacidad del autor para convertir la anécdota en película.
Cuando James Franco toma agua de su cantimplora, a los seis planos generales que componen la secuencia, les sigue uno asombroso en el mismo interior de la cantimplora. Sorprendente, pero ¿es una imagen necesaria para contar la historia, o el simple recurso de un autor que inserta una imagen simplemente porque es capaz de filmarla?
El problema de 127 Horas es que basa su interés no en la historia que cuenta, sino en la mera capacidad de hacer posible el plano del interior de una cantimplora. No de la lucha interior que pudiera tener el protagonista consigo mismo y que en el guión queda desdibujada y trazada a partir de tópicos de buena voluntad, sino de admirar la genialidad de un director que en un espacio cerrado y de limitada creatividad, consigue encontrar la imagen perfecta e imprevisible.
Es responsabilidad nuestra como espectadores decidir si es suficiente el plano detalle de un objeto para dar sentido a un filme, que la historia nos conmueva realmente y que la experiencia de ver una película no se convierta en una actividad vulgar disfrazada de genialidad, que en el fondo sólo busque nuestras reacciones más primitivas.
En ese nivel de superficialidad se mueve la película, buscando siempre los golpes de efecto y el recurso brillante para mayor gloria de Danny Boyle, en un filme que no puede ocultar nunca su banalidad narrativa a pesar de la creatividad tras la cámara, y a pesar también del soberbio soliloquio interpretativo de James Franco que es capaz de sostener toda la función.
127 Horas es una muestra más del inevitable ego de su director, que se extiende a todos los niveles de sus proyectos y que es origen y también la meta última de sus películas. Lo importante no es contar las penurias de la población india, ni los peligros de la falta de oportunidades en un barrio marginal británico, ni tampoco la de un hombre que se quede atrapado y decida amputarse el brazo. Lo importante es descubrir y admirar el genio visual y narrativo de un director que, aunque las apariencias engañen, sólo es capaz de pensar en sí mismo.