Si ya resulta justificadamente absurdo la existencia del remake como manera lícita de poner en marcha un proyecto, lo es más si cabe cuando el proyecto trata de rehacer una película que cuenta con apenas unos años de vida desde su estreno.
Y más aún cuando se parte de una película que, sin llegar a ser una obra maestra, sí que era un gran filme del cine comercial de nuestro tiempo, capaz de dejar a un lado todos los convencionalismos del género a la hora de contar su historia y construir algo completamente diferente.
La brillante y perfecta Déjame entrar original de Tomas Alfredson sufre su metamorfosis aquí transformada en un producto del Hollywood de nuestros días: la conversión al tosco lenguaje americano de una obra de gran éxito, ajena a los grandes estudios.
Matt Reeves, el director de Monstruoso y de su secuela, se propone emular los planos de la original, sus localizaciones, los decorados, sus situaciones e incluso muchos de sus recursos narrativos. ¿Qué diferencia hay entonces, dos años después, frente a un original que le gana la partida a ésta en todos los aspectos posibles?
La única diferencia reside pues en su lenguaje, y en cómo la película americana aprovecha para incluir en sus diálogos todos los tópicos sobre la clásica película de bullying escolar para convertir en una narración plana lo que en el original se encontraba bajo una tensión permanente.
Incluso los mejores momentos de la anterior cinta aquí se ven reducidos a momentos mediocres, pues es justo en ellos cuando Reeves decide alejarse del original y proponer algo nuevo: la escena final en la piscina, que allí era un majestuoso plano-secuencia, aquí es un entramado de cortes bruscos y torpes.
Pero sobre todo, puede que la diferencia más sutil y sin embargo la más grande sean las apariciones en el plano y las huidas sorpresa de la chica, sacrificados en pos de mostrar todo lo posible, en esa mala costumbre americana de que nada debe ser sugerido, y ahí reside el principal problema, pues el éxito de Déjame entrar era su poder de sugestión, su poder de evocación y no ninguna otra cosa.
Chloe Moretz vuelve a demostrar que está llamada a ser una gran figura en el mundo del cine. Su presencia resulta inspiradora, su personaje respira por sí solo con una de sus sonrisas, con una de sus miradas, y lo llena de matices con sus pequeños gestos más allá de la caracterización que hayan podido darle a la niña.
La presencia de Elías Koteas también es de agradecer, como en la mayoría de sus trabajos, aportando autenticidad a un personaje que ya resultaba castigado también en la versión primigenia del guión. El trabajo de Michael Giacchino en la música, sin embargo, demuestra que el compositor endiosado por sus trabajos en Pixar no puede ser siempre un genio, cuando la película no da más de sí y cuando su director no sabe siquiera qué pedirle exactamente.
En la pretenciosa tarea de copiar a la obra de arte, se pone en duda el nombre del artista que firma la nueva copia, incapaz de parecerse jamás al original. Esta nueva versión comete dos pecados fundamentales: el no respetar todo lo que hacía grande a su antecesora, y la poca humildad de pensar que se puede mejorar lo inmejorable.