La idea de un cine que se filme siempre pensando en la posproducción resulta terrible, no tanto porque la saturación de efectos resulte devastadora, sino principalmente porque la puesta en escena queda supeditada a los efectos especiales.
Las imágenes ya no importan por sí solas, sino su capacidad de generar gags visuales anexos a la trama de la película y asentados en los chistes alrededor del mundo de los videojuegos, uno de los pilares del cómic en el que está basado, y a la postre, también en la película.
El problema con Amelie y con los mil sucedáneos que le acompañaron después es que sus golpes de efecto regalaban algunos momentos simpáticos pero no suponían, ni mucho menos, una fórmula de éxito.
La gran baza del cómic, aún con su estilo de dibujo, era su capacidad de aglutinar el mundo de los 8 bits, la novela gráfica adulta, una historia de amor surrealista y estupendos diálogos en un solo elemento, algo propio de las obras maestras del cómic de las últimas décadas, capaz de fusionar muy diversos referentes de la cultura popular.
El paso al cine convierte a Pilgrim en un adolescente sin el carisma del personaje original, y su lucha contra los siete siniestros, que no son otra cosa que los exs de su actual pareja, se transforma en un camino interminable, repetitivo y tedioso.
Ya no interesa el proceso evolutivo de sus personajes, ni lo que sientan ni padezcan. De repente el único aliciente es encontrarse con la siguiente escena de lucha que sea capaz de mezclar los fuegos artificiales con los poderes mágicos imposibles de un videojuego de lucha.
El Pilgrim del cine reduce en diez años la edad mental de su público objetivo, o al menos reduce drásticamente la capacidad intelectual que exige de ellos.
Entre la música rock disfrazada de lo más molón del mundo y el centenar de referencias, visuales y sonoras, al mundo del videojuego, el público adolescente encontrará una película que cumple con todas sus exigencias. El resto sólo podrá lamentar la impostura constante de la cinta.