Le Voyage du Ballon Rouge (Hou Hsiao Hsien, 2007)

Ballon Rouge

Quién iba a decir que, cuarenta años después de la realización de aquel maravilloso cortometraje francés de Albert Lamorisse, El Globo Rojo, un joven operador de cámara del equipo, estudiante de cine en aquella época, iba a dirigir hoy un largometraje con el mismo espíritu de aquél, tomando libremente su influencia y proyectándola hacia una historia nueva aunque llena de conexiones con su referente.

Si para Lamorisse el mensaje estaba encaminado hacia lo político, el filme de Hou está encaminado hacia lo emocional. He ahí el punto de partida de su radical diferencia en el lenguaje y en el discurso.

El director taiwanés, con el plano-secuencia como herramienta narrativa básica en su cine, perfila una historia semi-autobiográfica, la que vincula su vida a la realización de El Globo Rojo, y cómo éste afectó e influyó en su día a día en la capital parisina.

Posiblemente al tratarse de un filme rodado y acontecido fuera de sus fronteras, la película de Hou posee su lenguaje propio pero también un comedido uso de sus formas, un tímido acercamiento a la manera occidental, como si quisiera adoptar el estilo de su maestro a la forma de contar su personal historia. En ella tiene lugar el contraplano, recurso nunca utilizado por el director y que aquí acontece, y otros modelos narrativos que denotan la influencia en la manera de rodar del autor del propio lugar y cultura en que se encuentra.

Ambas, película y cortometraje, comienzan con un niño intentando atrapar un globo rojo que transita en plena calle. A partir de ahí, las dos trazan sus líneas discursivas paralelas, que a veces llegan a tocarse pero nunca se cruzan, pues la mirada de Hou es tan limpia y decidida que discurre por su propio camino, el camino personal que marcó su historia. El globo rojo está presente en el día a día, no ya como metáfora política sino como fuente de inspiración cotidiana y como elemento primigenio de la forma creativa de los personajes, simbolizado como deseo, como anhelo.

La historia de Hou, tal como su exquisita y única manera de rodar, es muy naturalista, en el sentido de la búsqueda de una narración que ponga de relieve lo cotidiano y que manifieste el transcurso de la acción en tiempo real sin poner por ello en peligro el ritmo del filme, un ritmo sopesado que se paladea entre sus entrañables luces hogareñas y el día a día de un niño de diez años. Al descubrir el valor y la esencia de lo cotidiano, la película toma el relieve necesario y el tiempo parece convertirse en la vivencia propia del espectador, lo que acontece pasa en el momento presente, pues la cámara se ha convertido en nuestra propia visión y nos trata como un compañero más en esta familia fragmentada por las dificultades pero unida en su cotidianidad.

Song Fang, personaje y actriz principal, también taiwanesa, responde a esta visión naturalista en su actuación, mostrándose presente pero nunca sobresaliendo en el plano, simplemente dejándose llevar por la hermosa cadencia de la aparentemente casual puesta en escena del autor. Lástima que los actores franceses que encarnan la parte nativa de los personajes no tomen este reto como suyo propio y alcancen en ocasiones cierto histrionismo, tal vez buscado por el director.

Excelente Juliette Binoche, que sabe crear un personaje muy realista, una madre soltera luchadora, combinando momentos de crispación y frustración personal con una ternura enfocada hacia su hijo que en momentos arrastra la película y le confiere una textura casi hiper realista a la cinta, convirtiendo a esta familia en un ente creíble y absolutamente real para el espectador.

La maestría de Hou en su pausado estilo alcanza nuevas cotas en esta nueva película. Incluso se atreve a filmar una escena a cuatro bandas, escena que se podría tomar como una secuencia de acción dada su cadencia acostumbrada, pero no sostiene demasiado la situación pues su deseo no es mostrarse capaz de mantener cuatro líneas de acción en un solo plano, sino dejar espacios para que el olor a cotidianidad penetre en el espectador con la misma calma con que está rodada.

Maravilloso homenaje a Albert Lamorisse y hermosa y nostálgica mirada autobiográfica a una cierta época del director taiwanés, rodada no sólo con la naturalidad acostumbrada, también con una exquisita dulzura, sobre cómo el arte también está presente en cada pequeño paso de nuestra vida cotidiana, y sobre cómo ésta se funde con aquella.