Al igual que podría suceder con cualquier otro autor, conviene no vincular con la primera referencia que encontremos a Josh Radnor, el actor televisivo que entrega con este su segundo largometraje como director, escritor e intérprete. Bajo ese perfil autoral, y atendiendo también a la naturaleza de sus relatos, lo más sencillo sería decir sobre su obra que se trata de un Woody Allen menor, lo cual reduciría las posibilidades de este cine a la mínima expresión. El joven autor aún está lejos siquiera de las más inofensivas películas de aquel gigante con el que comparte el amor por una misma ciudad y por un mismo lenguaje expresivo.
Pero utilizar las mismas estructuras o el mismo tono de los diálogos no vincula de manera automática, por suerte, a uno con el otro. En el fondo el cine de Woody Allen funciona como reconstructor de la realidad y como incisivo retrato de las pulsiones y pasiones del ser humano. La compleja realidad vista a través del sencillo trazo que dibuja el humor. En el caso de Josh Radnor ocurre algo bien distinto si somos capaces de superar esa comparación, a todas luces tan superficial como improductiva.
Jesse, interpretado por el propio Josh Radnor, vuelve al entorno universitario en el que se graduó como profesor para asistir a un encuentro que homenajea a uno de los maestros de su facultad. Al volver allí recuerda al antiguo Jesse, al joven Jesse, al Jesse que estaba lleno de sueños por cumplir y que auguraba un futuro glorioso para sí mismo. Se topa con los recuerdos y los sueños del pasado y los confronta a la realidad que está viviendo una vez lejos de aquella etapa. La película respira la ingenuidad que recoge el campus universitario, lleno de promesas de futuro, y lo confronta con el estereotipo en el que se ha convertido el personaje de Jesse a sus treinta años.
¿Es eso una comedia, o está más cerca de una pesadilla? No podemos hablar aquí de un retrato de la etapa de los treinta años, porque el cine de Radnor, aún en pañales, no es capaz de abarcar tal campo de acción como para generar un relato ambicioso. Su intención es más bien hablar a medio camino, volver la vista atrás y hablar sobre la confusión que le genera una etapa que ya ha concluido. En ella intenta expresar, aún de manera torpe, la importancia de arrojar toda la energía en el camino, de dejarse contagiar y apasionarse. Su mirada nostálgica es la del tiempo perdido, pero también la de una búsqueda de respuestas una vez terminada la fascinación de un período lleno de posibilidades que desemboca en un futuro incierto alejado de todas aquellas inspiradoras promesas. De modo que Amor y letras no es una película sobre una etapa de la vida, sino del porqué de ese salto y sobre qué ha ocurrido en el camino.
Y es cierto: Jesse es un personaje estereotipado y de desarrollo limitado, como ocurre con el propio cine de Josh Radnor. Por eso es tan importante que se rodee de actores que sí sean capaces de sostener la representación a través de un trabajo actoral de mayor profundidad, mientras que el autor se mantiene en el delicado equilibrio de ser un puro observador de la historia sin permitir que su rol sea por completo el de un personaje pasivo. El estereotipo se rodea de otros personajes también predecibles. ¡Qué predecible resulta todo cuando ya se ha vivido!, parece decir Radnor. Qué sencillas son las soluciones a una etapa cuando uno la mira con perspectiva, a años de distancia. Y para poner sobre la mesa esa certeza es cuando apoya su película en torno a una pequeña y delicada relación con una chica que está viviendo justo esa etapa a la que a él le resulta imposible regresar.
A Radnor parece interesarle más llamar la atención sobre ciertos temas que narrar con rotundidad una historia con principio y final. De ahí surge una película llena de aristas, de lagunas insalvables y de desarrollos previsibles e incluso a veces de una pobreza argumental evidente, pero también surgen preguntas sin respuesta que dan sentido al sentimiento agónico del personaje que interpreta el propio realizador. La solución que encuentra no es dar clases de moral, como parece apuntar una pequeña historia secundaria en la que Jesse intenta rescatar a un alumno de sus propios problemas, sino que el único recurso que nos queda es el de compartir ese desasosiego con nuestros semejantes no para solucionarlo sino para, al menos, hacerlo soportable.
Por eso la historia de amor insufla vida nueva a la película, en parte por la frescura de una Elizabeth Olsen que hace suyo un personaje de aparente identidad desdibujada, y resulta curioso descubrir por qué cauces se desarrolla: a través de la música clásica y de compartir esos descubrimientos personales, a través del intercambio de cartas escritas a puño y letra, o a través de la charla distendida que termina revelando lo que somos mejor que ningún otro recurso. Elementos todos que se han perdido o que, cuando menos, están en desuso.
Radnor parece revelar entonces su auténtica inquietud: siente que todo lo que le parece hermoso en este mundo está a punto de desaparecer, y no sabe cómo remediarlo. Siente que se le escapa entre los dedos, que en algún punto del camino los adultos han perdido toda esperanza y se da cuenta de que él también la ha perdido cuando comparte su vida con alguien que aún conserva un espíritu de futuro que, en lugar de contagiarle, le cuestiona su propia identidad. Definitivamente Amor y letras es una pesadilla que, bajo un aparente tono entrañable y previsible, desgrana el tiempo y descubre aquellas grietas por las que se van filtrando las ilusiones hasta que un día, sin darnos cuenta, ya no caminan junto a nosotros.
Por eso es tan importante el personaje que encarna Allison Janney, la desencantada profesora que Jesse admiraba durante su etapa de estudiante. La auténtica pesadilla es descubrir que, sin saber cómo, en qué momento ni por qué motivo, Jesse está más cerca de esa mujer desengañada y pragmática que de las ilusiones de aquella joven con la que siente una conexión especial. Naturalmente, Radnor no sabe qué hacer con todo ese material, su deseo llega únicamente a la posibilidad de hacerlo visible, de expresar las preocupaciones que le inquietan. ¿Es posible llamar a eso un cine de la inmadurez? Lo único seguro es que no se trata del nuevo Woody Allen. Al hacer Amor y letras, su segunda película, Radnor se muestra a mitad de camino, como el propio Jesse, su personaje en la ficción. Aún está lejos del gran creador que podría llegar a ser, pero la ilusión de esa promesa ya es un regalo.