Dentro del universo imaginario de violenta crueldad del visionario Frank Miller, el cómic ‘300’ siempre ha supuesto un material más que sugerente para una posible adaptación a la pantalla.
La impecable traslación que hace Zack Snyder del original no se limita a ser absolutamente fiel, sino que utiliza el cómic como un croquis perfecto y adapta cada uno de las viñetas en fotogramas que superan con creces lo visionado en los dibujos de Miller.
Entrar a juzgar aquí la veracidad histórica del relato carece de sentido alguno. Nos encontramos frente al juego comiquero de un enfant terrible y sus flirteos con el celuloide. La historicidad es, pues, lo menos relevante del contenido del filme.
El material de partida deja sin embargo al libre albedrío la caracterización de los personajes, de los cuales sólo los reyes espartanos se salvan del total desdibujo, desprovistos de contenido alguno o de evolución que haga entrever cualquier atisbo de desarrollo en sus convicciones.
El argumento es básicamente un embudo, una excusa para juntar a una maraña de valientes soldados envueltos en una vestimenta propia de la cultura pop del dibujante y encaminarlos a una batalla sin tregua alguna, tanto estética como argumental.
300 centra toda su fuerza en el apartado visual, y en este sentido supone una auténtica proeza. La película, visualmente perfecta en cada fotograma, se recrea en imágenes y en efectos, ensalza las virtudes del cómic y potencia los contrastes, los colores y la magia de los efectos digitales, y trata de apoyarse en un cine absolutamente moderno, cine del nuevo milenio asentado en la brutalidad de la historia y en la épica del argumento.
Pero conforme avanza, conforme los minutos pasan y nos acostumbramos a ese lenguaje narrativo y a esas piruetas visuales, la película empieza a perder su fuerza, abandona su sentido y se esclaviza a su propio preciosismo visual. Se pierde en sus cámaras lentas, en el regocijo con el que venera ciertas poses, ciertos momentos, se pierde en su recreación perfecta del mundo onírico de Miller y abandona la concepción del ritmo, se esclaviza a la estructura argumental del cómic y desecha a los espectadores que no se hayan entregado hasta ese momento al mundo del cómic como lenguaje puramente cinematográfico.
Gerard Butler realiza una creación soberbia de Leónidas, pero incluso su histrionismo y violencia desmesurada terminan por resultar excesivas, cargantes en demasía, y como toda la película, acaba saturando por ofrecer siempre un solo estímulo, un solo valor cinematográfico: la traslación perfecta de una obra brutal y contundente de uno de los autores más transgresores de nuestro tiempo.