Ante el cine del no relato, el espectador medio se encuentra absolutamente indefenso.
Ante un cine no narrativo, cuyo diálogo tiene lugar a un nivel más profundo, cuyas imágenes no expresan nunca una acción sino una idea a través de ellas, las herramientas del espectador para decodificar el mensaje de la obra resultan limitadas.
¿Es éste un problema del cine, o una limitación del espectador que le ha negado únicamente al cine la posibilidad de todo arte para buscar un cambio en su lenguaje, una revolución que le permita encontrar nuevas historias y nuevas maneras de contarlas?
Enfrentarse a la segunda película de José María de Orbe, notoriamente influenciada por el modelo de cine de su productor, Luís Miñarro, resultará por tanto una experiencia desasosegante.
El autor parte de filmar la casa en la que se crió y creció, y aunque en muchos momentos en la película prime lo emocional frente a lo racional (algo frente a lo que el espectador sí que no tiene referencia alguna a la que aferrarse), el realizador de La línea recta se las ingenia para que las paredes y las habitaciones sean capaces de hablar.
Sólo al final de la travesía, tras contemplar las últimas imágenes concatenadas una sobre otra, cuya transparencia reluce con una mayor evidencia, es cuando resulta posible hilvanar el discurso subyacente a toda la obra, que termina por dar sentido por fin a ese espíritu de filme ingobernable.
Como en el cine de Pere Portabella, o del propio José Luis Guerín, el tratamiento de imágenes de archivo, proyectadas sobre las paredes de la casa, parecen responder a ese deseo de que la casa traspire toda vivencia acontecida en el pasado para dar constancia de su cualidad imperecedera.
El ensimismamiento de la película y su planteamiento visual estático no son amigos de la agilidad en la narración pero, por otra parte, resulta imposible concebir la historia de esta casa bajo cualquier otra propuesta formal.
De Orbe pone en escena, sin necesidad de la palabra, una elegía sobre un lugar sumido en el olvido. En la única escena filmada fuera de sus muros, en la iglesia en la que desemboca una de sus salidas, un coro parece poner palabras con su canto a la elegía, haciendo patente que el mundo ha olvidado aquellas paredes y a las personas que las habitaron.
Los propios jardineros que aún trabajan allí ejemplifican esa desaparición de toda su historia a través de una sencilla secuencia de apertura, cuando advierten que tal vez en algún momento existió una puerta tras la escalera abandonada donde ahora descansan, o los niños que visitan la casa como si se tratara de un museo, de un mero e inhabitable vestigio del pasado.
Pero antes de desaparecer del todo, un último brindis por los recuerdos de una vida que aún tiene algún significado para algunos. Un brindis por una vida que ha valido la pena ser vivida.