Cuando dos jóvenes ensayaban juntas un texto teatral en una sublime escena de Viola (Matías Piñeiro, 2012) el cineasta argentino proponía, a través de un solo y largo plano secuencia, que el texto podía tener diferentes significados dependiendo de cómo se encuadrara la escena. Las actrices se movían por el escenario de manera itinerante, al tiempo que cada nueva disposición sugería lecturas distintas de aquello que interpretaban. Un auténtico tratado de puesta en escena. En Viaje a Sils Maria hay una escena muy similar en la que una actriz profesional repasa un texto con la ayuda de su asistente hasta que el llanto de la intérprete termina desdibujando las fronteras entre lo que es realidad, lo que es ficción y lo que puede llegar a ser ambas cosas.
Pero a Assayas no le interesa tanto el discurso que pueden tomar esos cuerpos en la imagen como nuestra reacción ante la propia imagen. El filme del autor francés es, por encima de todo, una continua interrogación en torno a la manera presente de relacionarnos con las imágenes en un mundo saturado y gobernado por ellas. Los nuevos dispositivos no solo han permitido disponer de todas las imágenes del mundo en la palma de la mano y en cualquier momento, sino que han creado una nueva manera de comportarse ante la creación de estas.
Para hablar de ello, Assayas confronta en su película a Juliette Binoche, esa entregada actriz que llora sin que sepamos nunca hasta dónde lo hace el personaje y hasta dónde ella misma, con una joven de generación posterior, Chlöe Moretz, que vive plenamente integrada en la cultura de internet y que sabe que su salud profesional depende de un ritmo de publicación de imágenes constante. Una especie de esclavitud en la sombra que, irónicamente, ha conseguido disfrazarse de la más glamurosa de las satisfacciones.
Viaje a Sils Maria quiere moverse en el abismo que separa a esas dos personas, a esas dos miradas, realizando un viaje trascendental hacia la subjetividad de una de ellas para dejar en evidencia que la relación con las imágenes es profundamente personal y que depende del ahora, del momento y de nuestra mirada que aprende y aprehende a cada minuto que pasa. La relación con las imágenes es tan personal como la interpretación de esa desaparición Antonioniana de uno de los personajes principales, pero el más profundo golpe de efecto que propone Assayas es la idea de un eterno retorno: Chlöe Moretz interpretará a un personaje que ya abordó Juliette Binoche en el pasado, de forma que la interacción entre ambas es la de un alma-espejo, la de un mismo cuerpo en dos etapas diferentes que grita nuestra absoluta indefensión ante un mundo regido por torrentes de imágenes.
Pero la película es también muchas otras cosas, y uno puede perderse sin temor en esa aventura de intentar desentrañarlas todas, porque puede accederse a Viaje a Sils Maria a través de múltiples puertas y senderos diferentes. Un filme que parece construirse a sí mismo, nuevamente, en cada secuencia. El cine de Assayas, tan sugestivo como escurridizo, continúa interrogándose, con una sencillez que invita al desarme, sobre la relación entre la imagen y la vida y sobre las posibilidades del cine como conductor de pensamiento. Una película que atesorar y a la que volver a menudo.