Repetir la fórmula para que nada falle, puede ser también la forma de garantizar que nada brille… Se podría decir que, en su intento por revivir el mismo tipo de experiencia de Los vengadores (Joss Whedon, 2012), los creadores de Marvel han caído en una trampa difícil de salvar. Resulta de lo más curioso comprobar cómo una película que intenta imitar la estructura íntegra de su antecesora se empeña en adoptar la frase “nada dura eternamente” como mantra, o no desista en alabar continuamente las virtudes de la evolución. De alguna manera, los tiempos en los que Whedon se hizo cargo de la franquicia, tan solo tres años atrás, han quedado sorprendentemente obsoletos: la franquicia de Los vengadores, tal y como anuncian los títulos de crédito finales, ha vuelto a convertirse en un monumento intocable, en un mausoleo aparatoso, la gallina de los huevos de oro en la que no puede modificarse ni un solo engranaje para que siga generando ingentes cantidades de dinero.
Para entendernos, del mismo modo que Ultrón, el nuevo villano de la película, clama por una evolución del ser humano como si estuviese pidiendo a gritos una nueva forma de hacer cine, los personajes heroicos de Los vengadores se preocupan de que todo continúe tal y como está eternamente. Pero el tamaño del proyecto se ha vuelto tan colosal como imposible de controlar. Ahí está la palabra mejorados para referirse al concepto de mutantes que ha acuñado Marvel durante toda su historia y que ahora no puede utilizarse por un ridículo tema de derechos… ¿Cómo hacer una película sobre un cómic teniendo que sortear su propia esencia? ¿Qué puede nacer de ello?
La repetición exacta del modelo antecesor revela, en esta segunda entrega, los mecanismos internos con los que se construye un infalible guión de manual: ahora es el momento de una broma sobre los modales del Capitán América, ahora toca el inevitable combate épico entre Iron Man y Hulk, y ahora se precisa un romance imposible entre dos de los personajes del grupo. Donde antes existía una cierta naturalidad ahora esta cede paso a la presencia de un metrónomo que marca los tiempos de una manera en ocasiones demasiado forzada. La comparación con el filme anterior no es tanto un capricho o un recurso perezoso como una evocación inevitable: La era de Ultrón parece concebida para que todo luzca mucho más grande y espectacular que en la primera parte de la saga, y tal vez ese sea el mayor impedimento para que la película respire algún tipo de libertad narrativa.
Amparado en el carisma de sus personajes, Joss Whedon se las ingenia para rescatar un humor que inunde de fluidez una trama imparable y compleja. Los largos planos que integran las acciones de varios miembros del equipo pueden interpretarse como el loable intento de traspasar a la pantalla ciertos elementos propios del lenguaje del cómic, tal como el recurso expresivo de la viñeta a página completa. Quizá esos juegos entre ambos formatos sea lo más rescatable de esta segunda parte. Entre sus principales defectos, sin embargo, debe encontrarse un intento de profundizar en los personajes a través del drama. Primero porque el trazo grueso con el que la película intenta dibujar esa profundidad no hace sino desdibujar las motivaciones del propio personaje, y segundo porque el elenco actoral, en muy pocas ocasiones, acompaña con éxito a esa nueva cara oscura que les toca exteriorizar. Cuanto más digital, irreal, se ha vuelto el plano, más brusco es el choque con las interpretaciones de unos actores que, en su mayoría, gozan de recursos muy limitados.
La banda sonora de Brian Tyler se ha limitado a recuperar los temas que Alan Silvestri había compuesto para la primera parte. Otro motivo inevitable para la comparación. Lejos de buscar nuevos aires que revitalicen el sentimiento superheroico, el músico busca una continuidad musical con respecto a la primera entrega. El resultado, lejos de ensamblar ambas partes dentro de una cierta coherencia narrativa, sitúa a la franquicia nuevamente en los terrenos musicales de la incapacidad expresiva. Dicho de otro modo, las fanfarrias propuestas solo generan una heroicidad gratuita, una espectacularidad que araña, inofensivamente, la superficie de las imágenes. Hace mucho tiempo que la sola oportunidad de ver a los superhéroes cobrar vida en la pantalla suponía un reclamo en sí mismo. Quizás el único defecto verdaderamente reprochable de esta película es que ha olvidado que el éxito de su antecesora nació de un esfuerzo valiente por encontrarse con algo nuevo.